Por David Martín del Campo
Todo un caballero. Mi diccionario describe así el término: “hombre que se comporta con cortesía, nobleza y distinción”. Así que el caballero de San Nicolás Totolapan (que significa Cerro de los Guajolotes) despertaba y, con la mejor disposición de un Quijote trasterrado, se preparaba a deshacer entuertos… Guiar a sus alumnos descarriados –de la mano de su querido mentor Colin White–, o atender los desvaríos de sus primogénitos Errol y Víctor Manuel, o juntar los libritos que obsequiaría a sus amigos en la mesa del Bar Montejo.
Cortesía, sí, porque Hernán daba a cada cual su lugar. Te sabía escuchar; se guardaba para el final el comentario y preguntaba por los allegados, “¿cómo está Blanquita?“, se interesaba por las cuitas personales y reía cuando las cosas y los divorcios y la ruina moral ya no tenían remedio. “Mira… el tiempo los resuelve todo”.
Nobleza, también, porque Hernán Lara pertenecía a una cierta aristocracia tropical, de manera que en el DF se manejaba como un cónsul yucateco, que a la menor provocación derivaba a los temas de la guerra de castas y la elegancia afrancesada de la Avenida Montejo.
Distinción, no se diga, porque Hernán Lara Zavala no se reconocía entre la chusma futbolera, y nunca de los nuncas portó una cachucha desteñida, de ésas de los migrantes. A pesar de ello vestía regularmente pantalones Levis, camisa a cuadros, como el vaquero Marlboro, y eludía hasta lo posible el uso de la corbata. Era egresado del CUM, al igual que Germán Dehesa, Jorge Volpi, Felipe Garrido, José Antonio Lugo, Porfirio Muñoz Ledo y Luis Echeverría Álvarez… que, bueno, fue expulsado por la desaparición de un microscopio.
Lo conocí en Cuautla, durante un Encuentro de Escritores al que fuimos convocados para homenajear, en aquel 1983, a José Agustín, que se había mudado allá. Estábamos ahí, reconociéndonos, Bernardo Ruiz, María Luisa Puga, Guillermo Samperio, Silvia Molina, Laura Esquivel (quien por cierto bailaba muy bien el danzón…) Hernán leyó uno de sus cuentos juveniles, y durante su participación gesticulaba las comillas al aire, lo cual me pareció una mamonería…
Nos enteramos entonces de que Hernán vivía en Cuernavaca y laboraba como docente en CU. “Es muy fácil, David… 60 kilómetros de carretera en una hora escuchando a los Doors”. Sí, claro, o sea que durante algunos años se desempeñó como el Héroe de las Casetas. Cuernavaca-DF, DF-Cuernavaca…
No quiero decir que fuera esquizoide, pero sí que lo suyo eran las alternativas. Había estudiado Ingeniería en la UNAM, discípulo del ingeniero Heberto Castillo; pero no se conformó y decidió, a los 25 años, iniciar una segunda carrera, la de Literatura Inglesa. Eso de los ingenieros-escritores no es tan extraño en nuestro medio, lo mismo le ocurrió a Jorge Ibargüengoitia, Gabriel Zaid, Vicente Leñero, Enrique Krauze, así que a tiempo cambió Hernán de signo, abandonando la regla de cálculo y adquiriendo los diccionarios Webster y el de María Moliner.
Las dualidades de Hernán Lara no paraban en eso: era campechano en Copilco, y Chilango en Mérida. También tuvo, y no es ningún secreto, dos matrimonios, casi dos nacionalidades, y dos campeones literarios (que hoy festejamos) tirando cada cual a su terruño… el Bardo de Avon, y el Manco de Lepanto, de modo que un día Hernán amanecía british a rabiar, y al otro castellano de tintorro y olla podrida. Y tan en paz, el Hernán trotamundos por las universidades de Iowa y Cambridge, el Hernán quijotesco padeciendo acá huelgas y Reportes para el SNI.
El 8 de septiembre de 2022 me llamó a casa. ¿Nos veremos hoy? Le respondo: “¿A pesar de la Union Jack a media hasta?”, y él, “claro que sí”. Y nos citamos en el Café Convento, con Joaquín Díez Canedo, con Beatriz Graff, a brindar por Su Majestad Isabel II que esa mañana había pasado a mejor vida; así que de pie ante la mesa y la copa en alto: “Long live the Queen!”.
La verdad es que todo se fraguó en el II Encuentro de Escritores realizado en Morelia. Era el año 86, cuando al despedir el evento sentados los once a la mesa, alguien preguntó… “¿Y por qué no escribimos una novela entre todos?” “¿Una novela colectiva?” Y así, las 22 manos ahí presentes, juramos el proyecto. Fue la locura… cada jueves en el bar de La Bodega se entregaba el capítulo de la fecha, y ahí estábamos con Guillermo Samperio, Aline Petterson, Joaquín-Armando Chacón, Gerardo de la Torre, Vicente Leñero, Silvia Molina, Marco Aurelio Carballo, Bernardo Ruiz, Rafael Ramírez Heredia y nosotros dos, celebrando esa novela, “El hombre equivocado”, con la que el buen Joaquín se inauguraría como editor en Mortiz.
Era un festín semanal de asombros y camaradería, además que cumplimos y el libro se publicó. Poco a poco se iban añadiendo otros a la celebración: Leo Mendoza, Roberto Bravo, Perlita Schwarz, Tihui Gutiérrez, Rodrigo Moya, Bernardo Giner, Marco Antonio Campos, Mónica Lavín, Dámaso Murúa, Pedrito Armendariz, ¡y una vez la mismísima Jane Fonda en vivo y en directo, que andaba filmando “Gringo viejo”! ¿Qué más podíamos pedir, querido Hernán?
Hubo una ocasión de antología… cuando se apareció Saúl Reyes, “el Mapache”, que no faltaba a los convites. Venía con media estocada, se disculpó, y posesionándose de una mesa se echó para descansar… a los dos minutos estaba roncando y así, Hernán y yo alzamos un mantel y se lo colocamos encima para que reposara como lirón… y cuando el mesero llegó para reclamar, el buen Hernán lo disculpó… “Oh, he’s just taking a nap!”.
En casa Hernán no era tal sino “el tío Faffy”, y así lo saludaban mis hijas Eliete y Mariana. Además que Aída y Blanca Estela eran comadres de telefonazo semanal para quejarse de los tremendo maridos que padecían y su “club de Tobi” al que tenían vedado asistir. ¿Pero por qué, si las comidas terminaban a la una de la madrugada?
Y así, entre sus cursos y conferencias en San Antonio, Chicago, Jerusalén, Monterrey, Madrid, Campeche y Bogotá; su labor docente en la Facultad; su desempeño como funcionario en la UNAM y el Fondo de Cultura Económica, su misteriosa confabulación con el compadre Ramírez Heredia; los festejos a fin de mes con Ricardo Ancira, Silvia Lemus, José Sarukhán, Juan Villoro, Perlita Estrada… sus visitas dominicales a casa del ilustrado vecino Gonzalo Celorio… las cenas familiares con los suegros Espinoza… ¡Por Dios, Hernán, ¿a qué horas escribes?!
A veces respondía, “cuando se puede”, a veces guardaba silencio con un gesto socarrón. Pero así, cada tres años iba publicando sus novelas y libros de cuento, que hemos leído con deleite, admiración y un poco de envidia. El guante negro, De Zitilchén, Bajo el mismo cielo, Península península, f Macho viejo, El último carnaval…
Cortesía, nobleza, distinción. De las que ahora estaremos un tanto ayunos. El whisky irlandés no se hizo esperar en la mesa, el jueves 24 de octubre, festejando a Díez Canedo y Rodolfo Naró que el día anterior habían retornado de Madrid y Varsovia. Dimos fin a la botella y nos dimos el abrazo de despedida. “Caballero, luego nos vemos“ “Sí, claro, y terminas de contarme”. Eran las diez pasadas, Aída le había llamado tres veces… Adiós Hernán querido, “¿traes para la caseta?”
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