La historia militar es depositaria de incontables páginas que exaltan las virtudes militares en todos los lugares y en todos los tiempos. Entre estas siempre destacará el honor en un lugar preponderante.
Surge aquí la trayectoria de dos soldados, de distintas épocas y latitudes que coincidieron en ser secretarios o ministros de guerra de sus respectivas naciones, pero que también supieron hacer del honor una divisa, entregando su vida en ello.
José Gonzáles Salas, originario de Chihuahua donde nació en 1862, año de glorias militares para México. Fue alumno del Colegio Militar de Chapultepec, del cual egresó en 1884 como teniente de ingenieros. Sus aptitudes lo hicieron profesor del plantel, con el cambio de siglo era ya teniente coronel y pasó entonces de las actividades académicas a las operativas. Combatió en las campañas contra los indios mayas y yaquis donde se distinguió como un jefe competente.
La revolución maderista lo sorprendió como general y miembro de la plana mayor del Ejército Federal. Tras la renuncia del general Porfirio Díaz a la presidencia en mayo de 1911, asumió como interino el Licenciado Francisco León de la Barra, durante su breve mandato designó al general González Salas como Secretario de Guerra y Marina, en ese periodo también ascendió a general de brigada.
Madero venció en las elecciones presidenciales de 1911 y asumió la presidencia el 6 de noviembre de ese año. En su gabinete, Madero incorporó a González Salas como Ministro de Guerra y Marina de nueva cuenta, sin embargo, al igual que con León de la Barra, su responsabilidad fue muy corta, en marzo de 1912, Pascual Orozco, uno de los líderes del movimiento maderista de 1910 mutó la casaca de revolucionario por la de traidor. Resulta que Orozco ambicionaba ser gobernador de Chihuahua, y cuando Madero no cedió a sus pretensiones, promulgó el burdo Plan de la Empacadora y se levantó en armas.
Al estallar la rebelión, González Salas pidió al presiente Madero que lo separará de la Secretaria de Guerra y Marina para ponerse al frente de las tropas leales y batir a los orozquistas. Madero estuvo de acuerdo y el secretario de guerra partió a campaña. González Salas concentró a sus fuerzas, dos brigadas de caballería y una de infantería en Torreón de donde partieron en un convoy de ferrocarriles al encuentro con Orozco. Cruzando el Bolsón de Mapimí llegaron a la estación de Rellano en Chihuahua, ahí los sorprendió una trampa mortal. Orozco los emboscó lanzando una “maquina loca” que era una locomotora cargada de explosivos en contra del convoy federal.
La explosión fue de proporciones catastróficas, la maquina loca impactó de lleno en el convoy causando incontables bajas y un desastre, dejando a las fuerzas del gobierno fuera de combate. González Salas no dio crédito a lo sucedido, el sentido de culpa y responsabilidad lo invadió, su honor de soldado y secretario de guerra no le permitirían vivir con la culpa de la grave derrota, entonces con enorme entereza y aplomo se dirigió a su maltrecho vagón de mando, se encerró y se pegó un tiro en la cabeza
La muerte de González representó un serio revés a los leales, sus honras fúnebres en su domicilio de la calle de Chopo en la Ciudad de México fueron muy sentidas y concurridas, hubo un despliegue de tropas en la vía pública para rendir honores al comandante caído. El honor de González Salas fue vengado coincidentemente por Victoriano Huerta quien lo relevó y destrozó a los orozquistas un par de meses después en las batallas de Bachimba y de nuevo en Rellano. Poco menos de un año más tarde cuando Huerta traicionó y asesinó a Madero, Orozco se le unió como un fiel adepto.
El 7 de diciembre de 1941, el Imperio Japonés, aliado a Berlín y Roma, asestó un golpe mortal a la flota norteamericana del pacifico en Pearl Harbor, la vibrante victoria, no hizo más que alborotar el avispero, los norteamericanos con su legendario poderío industrial se repusieron de inmediato y seis meses después en Midway retomaron la iniciativa que los llevó tras cruentos combates en el sur de Asia a la victoria final. Para agosto de 1945, ya en las puertas de Japón, los norteamericanos previeron que un asalto al territorio de las islas japonesas tendría un costo altísimo en vidas, que sus enemigos cubrirían de sangre sus playas, vendiendo muy cara la derrota. Entonces Truman echo mano de las dos bombas nucleares poniendo al milenario trono del crisantemo de rodillas. Los horrores de Hiroshima y Nagasaki obligaban a la rendición incondicional del Japón. Sin embargo, al interior del Ejército Imperial existieron sectores que fieles a su doctrina y con el pretexto de “proteger al emperador” se opusieron a pedir la paz, amagando incluso con un golpe de estado por parte de las divisiones de la guardia imperial. Surgió ahí la figura del general Korechika Anami, un soldado excepcional, condecorado veterano de las campañas en China y en el sureste asiático, para el fin de la contienda era el ministro de guerra. Con gran determinación frenó el conato de rebelión de los guardias imperiales, permitiendo al emperador transmitir por radio el famoso discurso de la rendición, al pueblo japonés. Tras el discurso, los oficiales del ejército desconsolados, en masa pretendieron cometer seppuku, el suicidio ritual, entonces Anami con energía se los prohibió, le hizo saber que eran necesarios para el ejército que surgiría tras la guerra, los acontecimientos posteriores le dieron la razón.
Una vez apagado el intento de golpe de estado y con los oficiales ya bajo control, Anami se dirigió a su casa, cambio el uniforme por ropas tradicionales, bebió sake y procedió a cometer seppuku, desafortunadamente falló en el intento, entonces pidió a su cuñado, oficial de su Estado Mayor, que le diera un tiro de gracia. Dejó escrito: “Con mi muerte, me disculpo enormemente con el emperador por el gran crimen de la derrota”.
Hoy quedan para la historia militar y la de sus propias naciones, los ejemplos de González Salas y Anami, soldados honorables, modelos a seguir entre sus hombres y referentes del honor, como una de las más sólidas virtudes militares.