De memoria
Carlos Ferreyra
Se llamaba Rubén, aunque nadie lo conocía por ese nombre y todos le llamábamos “el nazi”. No sabíamos por qué, pero era necesario, conveniente y de moda odiar a los nazis de los que no teníamos ni la menor idea de todo el odio que concentraban.
Rubén llegó con un pecado original a tercero o cuarto de primaria y los infantes de la plazuela de la Soterraña o habíamos nacido ahí o llegado de brazos. Era, pues, un ente exótico.
Y no era para menos, los desarrapados del barrio vivíamos arrastrándonos, jugando a las canicas, a las carreteritas, mientras Rubén se mantenía impecable en su ropa de pantalón corto y peto con tirantes.
Usaba unos zapatos que parecían copia de adultos y unas medias que se le mantenían firmes en sus huesudas piernas, mientras nosotros acudíamos a las botas mineras y, por extraña razón, nuestros calcetines perdían pronto los resortes y el pie se los iba comiendo hasta dejarlos carcañales al aire.
Durante el día compartíamos juegos con los perros del barrio, con quienes además compartíamos también el agua de la pila del centro de la plazuela.
Rubén no aceptaba tales intimidades y, si le daba sed, iba a su casa, bebía un vaso de agua destilada y seguía jugando o, casi siempre, mirando cómo jugábamos los demás.
Cuando nos daba sed, poníamos las manos como en oración, las poníamos en la pila para separar la lama, las campamochas y unos bichitos regordetitos que nadaban muy ágilmente y que nosotros decíamos que eran ajolotes.
Las campamochas eran un trocito de madera con patas muy largas que corrían muy velozmente sobre el agua y, de vez en cuando, uno de los ajolotitos se iba con un trago de agua, pero estábamos seguros de que no eran dañinos.
No acudíamos a casa por un vaso de agua porque nos arriesgábamos a parar en las tenebrosas hergasculas maternas, donde nos someterían a una revisión de tareas y seguramente a repetir las que no parecían haber sido hechas correctamente.
Por esa razón no nos arriesgábamos a visitar y preferíamos el riesgo de tragarnos un bichito a pasar por la revisión materna, siempre dirigida e inflexible.
El papá de Rubén era un señor que ignoró la razón, pero desde la primera vez que lo vimos supimos que era un ingeniero. Y lo era.
Por su trabajo viajaba con mucha frecuencia; dicen que iba a países vecinos y debía ser cierto porque por él conocimos el plástico, el bolígrafo y otras novedades que traía del exterior.
El hombre hacía esfuerzos desmedidos porque aceptáramos en la pandilla a su hijo, al parecer único. Pero no, imposible con un chamaco tan remilgado y, lo que es peor, buen estudiante. Lo considerábamos un anormal.
Un día llegó el ingeniero, se sentó en una de las bancas para desempacar el objeto que estaba ahí, mismo que fue y colocó al borde de la pila de la plazuela para que nos pasáramos toda una mañana como bobos admirando algo que sabíamos que existía, pero no nos imaginábamos algo tan hermoso.
En las cotidianas películas de guerra con que nos atosigaban los gringos, vimos varias veces los cambios de bomberos American-La France: chatos con largas escaleras que se subían con manivelas; en algún lado un tanque de agua y a los lados mangueritas, todo en color rojo brillante, una verdadera belleza que nos dejó sin otro tema de conversación durante el siguiente mes.
Ya se hablaba de la inminencia de los viajes espaciales y la visita a la luna. Todo como parte de las fantasías noveleras y de uno que otro corto de película de Flash Gordon, un viajero en el espacio.
Todo lo mirábamos como cuentos de saltarín o de otros novelistas del futuro, hasta que un día apareció el ingeniero, se sentó con nosotros en una banca y nos explicó que, en el espacio exterior, no había atracción, por lo tanto, las plumas no podrían funcionar. Y luego nos soltó el guamazo: nos mostró un tubito de aluminio con un capuchóncito retraído y nos dijo que eso era la pluma para los apuntes de los astronautas. Ante nuestra cara de incredulidad, metió un pedazo de cartón en el agua, sumergió el tubito y vimos claramente cómo hacía figuras y letras en el cartón. Luego lo sacó, lo sacudió y escribió sobre un papel que estaba arriba de su cabeza; o sea, el tubito escribía apuntando hacia arriba. Estábamos al borde del desmayo; hasta entonces usábamos manguillos, plumas y tinteros de maroma, los más afortunados a lo mejor tenían una pluma de fuente, pero eran pocos.
El tubito originalmente llevaba el nombre de su inventor, creado de nacionalidad húngara, y se conocía como Birome. Luego, por la moda y el fin de la guerra mundial, se le conocía como pluma atómica y finalmente se popularizó tanto que no hubo quien no poseyera uno o varios bolígrafos.
Ni así logró caernos bien “el nazi”, que un día desapareció del barrio con su familia y, muy curioso, porque nunca supimos los apellidos ni la especialidad del ingeniero, pero al parecer partieron al norte y no volvieron a comer corundas. ¡Pobres!