Yoyó García Puebla
El Papa Francisco dejó una carta póstuma donde dice que, como viejita, no deje de contar historias.
¡Ay! pues ni modo, el Papa quiere.
En mi travesía en el Metro de Ciudad de México, mientras esperábamos a que llegara, escuchamos esa voz tan familiar.
Yo volteé, así como los perritos parando las orejas, de pronto ¡flash!… en cabrocientas pantallas, por aquí y por allá apareció el Papa, hablándome a mí, sí, vi su mirada, era a mí, me habló sobre las jornadas diarias, sobre los viajes, como si alguien le hubiera dicho que yo estaba fuera de mi casa… a veces viajamos a pie, a veces en el Metro “a veces es incómodo, porque en el Metro se viaja apretado”, viajamos con ilusiones; viajamos con tristezas; viajamos por rutina; viajamos con sueño porque no pudimos dormir bien. Porque vinimos tarde del trabajo y tenemos que salir temprano. Y luego ni pudimos casi besar a nuestros hijos”.
Luego agregó: “Los acompaño en el viaje, el pedacito del viaje, en Metro”.
Yo creo que eso fue para que mis hijos estuvieran tranquilos, él me acompañaba. “La vida es un viaje, un viaje que da fruto. Deseo que la vida de ustedes sea un buen negocio, que dé buenos frutos, frutos de amor, de paz, de serenidad, frutos de la familia”.
El Papa me pidió cuidar a la familia, para atender la crisis de valores que vivimos. “Cuiden a la familia, cuiden a los chicos y cuiden a los viejos. Los viejos son la memoria”.
En sus palabras finales en el video, el Papa Francisco dice a los pasajeros del Metro: “Les deseo un buen viaje. Y de paso, recen por mí. Que Dios los bendiga”.
Así que, a donde vayamos, en Metro a pie, en carro o en avión tenemos una misión. A veces podemos no saberla, como me ocurrió a mí.
En realidad, no sabemos el impacto que ejercemos en los demás, “caras vemos, por adentro no sabemos”. En el evento en que estoy se supone que nos desocupamos a las 7p.m., pero siempre se nos hace más tarde, al salir ya está oscuro, con mi problema visual, sin luz, veo el suelo negro, me da miedo bajar escalones y no atinarle, entonces pido ayuda a alguien que me permita caminar a su ritmo y eso es suficiente.
Lo mismo al cruzar la calle, no veo si hay banqueta o bajadita, así que le digo a alguien que, si podemos cruzar juntos, la gente siempre responde amablemente.
La otra noche, no alcanzaba a ver los numeritos que dicen cuánto falta para que puedas atravesar, no había nadie en la esquina, apareció una muchacha de prisa y se aventó, un paso atrás de ella me aventé yo también. De pronto la muchacha se detiene, me jaló del brazo, apresuré el paso a su ritmo, todo fue muy rápido, al llegar al camellón donde hay una estación de Metro, ella se paró un momento y dijo “discúlpeme, señora, escuché muy cerca el ruido de una moto, por eso la jalé…”.
Le agradecí y bromeé diciendo que se me había acabado el rait. Ella caminaba hacia la estación y yo de frente. En eso le grité: ¡Dios te bendiga!
Fue como si la hubiera frenado de golpe, volteó, juntó sus manos en posición de orar (namasté), se inclinó hacia mí y se puso a llorar… yo me quedé sorprendida, volvió a sus pasos y se perdió entre la gente que entraba a la estación.
¿Qué traía ella dentro? no sé. ¿Qué necesitaba escuchar? Tampoco. Pero le sirvió de catarsis, y a mí me dejó pensando y a ustedes también.