Desde Filomeno Mata 8
Por Mouris Salloum George
Existen pocos delitos que, como el prevaricato, hayan ocupado la atención de los legisladores desde la remota antigüedad clásica, igual la latina que la griega. Se remonta a los orígenes de la civilización. En México, empero, es de los ilícitos más ejercidos y menos castigados. No es para menos, nos cocemos aparte.
Prevaricato es la definición milenaria que la sociedad y el Derecho de todos los tiempos ha tipificado como conducta delincuencial, siempre asociada al poder de las influencias y del dinero. Aquí es una conducta impune e inmune, desafortunadamente. Se reproduce como una amiba todos los días y se come lo que encuentra.
Torcer la ley, dictar resoluciones arbitrarias e injustas, emitir sentencias que siempre obedecen a la voluntad del intere$ado, es sólo parte del menú que consumen los ciudadanos que se traban en una contienda judicial que requiere aplicar el Derecho cuando se reclama sólo justicia. El ciudadano de a pie es el primer ofendido.
En México, el corrupto Poder Judicial de todos los órdenes, común y federal, practica el prevaricato desde tiempos inmemoriales. Todos los períodos históricos de la Patria lo han sufrido. Los jueces, magistrados y ministros lo practican con displicencia y descaro. Saben que tienen el mazo jurídico a la mano y a su disposición.
Constituye casi uno de los rasgos de nuestro ADN colectivo. Algo que jamás se ha podido combatir y mucho menos erradicar. En todas las familias y en todas las generaciones se ha pasado por este trago, sin que alguien haya tenido la osadía civil que ponerle un hasta aquí.
La desinformación y, peor aún, la despolitización ciudadana es, desgraciadamente, cómplice de su existencia, por inacción y omisión. Todos los que procuran y administran justicia se sirven con la cuchara grande y, a pesar de todo ello, ejercen su profesión con boato y hasta con inmerecidos premios y agradecimientos del cotarro.
El prevaricato de los jueces es hasta hoy en México una conducta inmune. Despreciable, pero inmune. Cuando el ciudadano lo sufre en menoscabo de su patrimonio económico, de su libertad y de su dignidad se encuentra ante un desasosiego inexplicable, porque no está acostumbrado a defenderse de algo que no es conocido, menos suficientemente explicado.
En el centro del ámbito de procuración e impartición de justicia, el prevaricato, esa reiterada acción de abusar de las facultades ministeriales, policíacas y judiciales es el pan de cada día, la oportunidad inclasificable de utilizar la ley para aplicarla torcida en perjuicio de quien tiene la razón. Es una plaga real y contra la cual parece no haber remedio.
Se ha sostenido hasta la saciedad que, en un estado formal de Derecho, las autoridades sólo pueden hacer aquello que las leyes les autorizan. En el caso del prevaricato las autoridades hacen todo aquello que la ley les prohíbe y los poderosos reciben un tratamiento cómplice que por lo menos debe ser ejemplarmente castigado.
El prevaricato, esa conducta despreciable que los jueces, magistrados, fiscales, ministros y huizacheros de toda laya utilizan como el manto perfecto de la corrupción galopante, debe ser –y lo es–, al menos en la doctrina jurídica y en la ley, equiparada al delito mayor que encubre.
Si así fuera, la gran mayoría de procuradores y jueces serían reos de graves ofensas al interés superior de la Nación. Acusados sin dilación de violar el decoro y la integridad de todos aquéllos que han asomado sus narices a cualquier barandilla o tribunal.
Ninguna vida civilizada es posible en medio del prevaricato, que en México se asocia temerariamente a la audacia o a la inteligencia del juzgador en el eterno enjuague por destrozar el tejido social y en la desmedida ambición por perpetuar la injusticia.
Cualquier juez que tenga el morro de conceder una suspensión provisional o definitiva, o peor un amparo a quien sea señalado como perpetrador de un delito grave cae en un delito que debe ser homologable, equiparable al que comete todo aquél que es exonerado. Aunque se trate de un amparo “buscador”…
… como los que promueve Carlos Romero Deschamps todos los días en todos los juzgados del país. Los consigue apelando a la justicia antes de que se declare que las fiscalías están integrando una averiguación y consigue su objetivo: que se diga que no existe dato que lo involucre.
Acto seguido, los medios de comunicación vendidos al peor postor magnifican que está limpio. Presentan una resolución como si se tratara de una sentencia definitiva de exoneración o de inmunidad. Es, como por acto de birlibirloque, un ridículo judicial exagerado. Una manera fallida y pendenciera de burlar las leyes.
Pero no deja de constituir un prevaricato. En el que son cómplices tanto el que recibe el fallo distractor, como el que lo emite. Una conducta ilícita homologable en cuanto a su intención y a su sanción, porque forma un todo inseparable del mismo delito que se trata de encubrir. Además, todos los jueces a modo saben que eso tiene siempre una recompensa en dinero.
No dejan títere con cabeza. Casi todos los jueces distritales del país han sido tocados por esa varita, que tal parece es más dura que el diamante. Además, a sabiendas de que cuando alguien es acusado por delitos graves no puede haber amparo que valga.
El único alcance que puede tener una suspensión provisional de un juez en favor del indiciado es para acompañarlo a sentarse a declarar en la mesa de prácticas de un agente del Ministerio Público, no para exonerarlo en automático de una averiguación en curso. En el momento de ser sentado, ninguna suspensión es válida.
Pero tal parece que una es la ley que se aplica al común de los ciudadanos y otra es la que consigue Romero Deschamps, El Señor de los Amparos, que ha ofendido a todos los mexicanos, porque ha avasallado el patrimonio colectivo de todos, el interés supremo de la Nación por defender el petróleo, la riqueza común que nos identifica.
Mientras la ley no sirva para defender al pueblo del prevaricato, la ley seguirá siendo letra muerta en México.