Luis Farías Mackey
Un compañero de la universidad me cuestionaba ayer la afirmación acerca de la ilegitimidad de origen de la reforma judicial y su elección consecuente, peor aún, mi aserto relativo a su calidad de inelegitimables ambas. Su argumento, entiendo, radica en la soberanía representada políticamente en el Congreso, pero su cuestionamiento fue resuelto por Isidoro de Sevilla en el medievo temprano (556-634): “Rey eres si actúas correctamente, si no lo haces, no lo eres”.
De su veta surgieron mil años después los monarcómacos y su “derecho a la resistencia”, su vertiente protestante se expresó a través del anónimo “Vindiciae contra Tyranos” (1579), que pregunta: “¿Es lícita la resistencia al príncipe que destruye el Estado?”, la respuesta es “Sí, es legítima la resistencia. Y el derecho de efectuarla, corresponde al cuerpo del pueblo, a las asambleas y a los magistrados”. Destaco la diferencia que subraya entre pueblo, como concepto unitario y simplificador, y cuerpo del pueblo, a través del cual le reintegra su naturaleza plural. La Vindiciae contra Tyranos se funda en el pacto medieval del siervo con el señor feudal: “Te sirvo, señor, para que me defiendas”.
Entre los monarcómacos católicos, de las mismas fechas, destaca Juan de Mariana, jesuita, para quien el poder es una función de gobierno que justifica su existencia, si dicha función no se cumple la comunidad tiene el poder de controlar y destituir a los gobernantes, incluso, con el tiranicidio.
En efecto, dos son las legitimidades conocidas como de gobernación o gobernabilidad en el Estado Moderno: la de origen y la de ejercicio. El hijo de un rey tiene legitimidad de sangre, pero si deviene en déspota pude terminar en la guillotina. Tal fue el caso de María Antonieta, hija de la gran reina de los Habsburgo en el sacro imperio romano germánico, María Teresa de Austria, pero aquella se dedicó al dolce far niente (lo dulce de no hacer nada) en Versalles hasta que rodó su rubia cabellera en las atarjeas parisinas.
Aún a pesar de los Noroñas, la humanidad ha logrado civilizar las relaciones y desencuentros entre ciudadanos y poder, no obstante, la esencia de esa relación no es de sujeción, sino de representación republicana, algo que se nos olvida o pretenden hacernos olvidar, porque no importa con cuántos votos llegaste, sino cuánto apoyo sigues teniendo día a día, en el plebiscito cotidiano llamado gobernar. Y que no se confunda popularidad con apoyo real y obediencia voluntaria.
De allí el absurdo mal designado “supremacía constitucional”, que nada tiene que ver con el concepto del derecho constitucional, dado que responde al cobarde engaño de este Congreso, al prohibir al poder Judicial revisar sus reformas constitucionales, en una especie de divina infalibilidad legislativa que, bien vista, esa reforma no es más que una licencia para matar impunemente la Constitución: todo acto de gobierno es revisable y debe ser sustentado y defendido en sus méritos y de frente, no tras la excusa de ser Constituyente Permanente, porque el hecho de serlo no garantiza que actúe correctamente.
Haber sido votado, tener fuero y votar en el Congreso, no garantiza más que la capacidad de actuar legislativamente y la responsabilidad de hacerlo bien y en observancia de la Constitución, pero no su rectitud y, menos, su constitucionalidad. ¿Puede el constituyente permanente violar la Constitución? La pregunta y la respuesta no son teóricas: por supuesto que se puede, tan es así que este constituyente permanente tuvo que prohibir hasta la división de poderes para poder violar a sus anchas la Carta Magna en absoluta impunidad.
Más aún, su mayoría calificada la construyeron con una interpretación manida, absurda y abusiva de la representación política, además, del cohecho sobre personajes tan prestigiados y prístinos como los Yunes.
Cuando en el futuro se estudien esas lamentables horas de nuestro Congreso actual, hasta los cielos habrán de renegar de él.
Así que es que me sostengo en mi aserto: la reforma y la elección judiciales son ilegítimas de origen de hecho y de derechos, y por ende nulas e incapaces de surtir efecto jurídico alguno e incapaces de exigir su cumplimiento.
Si usted se atreve a ir a votar, quedará sobre su consciencia y responsabilidad política e histórica, pero su voto, insisto, no podrá convalidar, sanear, ni legitimar lo que de suyo es inelegitimable, además de vergonzoso e infamante.
Podrán votar tres despistados y un borracho, o bien cien millones de ciudadanos coaccionados o engañados, pero su voto no habrá de enderezar un árbol que crece hacia los infiernos.