RODOLFO VILLARREAL RÍOS
Había trascurrido un cuarto de siglo desde que decidió que los festejos de la iniciación de la Independencia habrían de celebrarse la noche del 15 de septiembre. Sus malquerientes afirmaban que lo hizo para hacerlo coincidir con el aniversario de su natalicio. Para que todo estuviera completo, en 1886, ordenó que trajeran de Dolores Hidalgo la campana que, en 1810, Miguel Hidalgo Costilla y Gallaga repicara al tiempo que incitaba para “ir a coger gachupines.” Pero aquel año, 1910, era distinto a todos los anteriores, era el momento de celebrar no solamente el centenario de la iniciación del movimiento independentista, sino que también llegaba la hora de mostrar a todo el mundo la obra material que su gobierno había realizado desde que, veintiséis años atrás, su compadre, José Manuel del Refugio González Flores, tuvo a bien regresarle el mando.
En ese instante, nadie quería voltear a ver los nubarrones que encapotaban el cielo porque, a uno de esos que nunca faltan, se le ocurrió que, para detener cualquier posibilidad del muchachito norteño, a quien en sus condiscípulos franceses en lugar de llamarlo Francisco Ygnacio, optaron por identificarlo como Chocolat, lo mejor era encarcelarlo. Claro que esa noche nadie lo recordaba, este se encontraba cavilando en una mazmorra potosina acerca de su “derrota” electoral. Era el momento del Caudillo y nadie debería de agriarle los festejos. Todo aquello era una fiesta sobre la cual les presentaremos un par de crónicas con perspectiva diversa.
La primera apareció, la mañana del sábado 17 de septiembre de 1910, en el diario El Tiempo que se anunciaba como el órgano oficial del Congreso de Periodistas Católicos Mexicanos y cuyo director era Victoriano Agüeros. La nota empezaba con un traspiés cronológico cuando al redactor se le cruzaron los cables y mencionaba que “durante la media noche y la madrugada del 15 de septiembre de 1810, principió el movimiento efectivo de la proclamación de nuestra independencia en el humildísimo pueblo de Dolores. Al día siguiente, estalló formidable y arrolladora la revolución, y desde entonces, hasta que en 1821 consumó la autonomía nacional el Generalísimo [oportunista vil] Agustín de Iturbide, la guerra entre los que luchaban por su libertad y los que defendían la posesión de una colonia que se les escapaba después de haberla retenido en su poder durante mas de tres siglos, constituyó la más aciaga época de la historia nacional.”
A que don Victoriano, le ganó la emoción y, a la hora de disparar, apuntó en dirección de su pie, olvidó que la negrura prevaleciente durante esa tercia de centurias fue bendecida por los miembros de la Iglesia Católica. Seguramente, el domingo 18, amaneció arrodillado a las puertas de la parroquia a la que acudía regularmente clamando que aquello que escribió fue un arrebato. Con toda certeza, le surtieron penitencia triple para que se le quitara lo hereje. Pero dejemos especulaciones y retomemos a la crónica de 1910.
Acorde con el ciudadano Agüeros, “después de una centuria, las cosas han cambiado completamente; ahora, durante todo el mes de septiembre, pero muy especialmente durante los días 15 y 16, el júbilo de la masa popular de México se ha desbordado y las demostraciones y manifestaciones de gratitud, de admiración, de cariñoso respeto hacia los héroes a quienes el país debe su autonomía, han alcanzado el máximo de intensidad y no ha habido seguramente ningun punto habitado desde el Pacifico hasta el Grande Océano, del Río Bravo hasta la frontera opuesta, en donde el regocijo, el entusiasmo y la más ostensible de las animaciones de un pueblo, no haya imperado, donde no imperen aún.” Eso, al final de cuentas no era lo mas importante para aquel católico devoto convertido en panegirista del independentismo.
Como muestra de ello, escribía: “y no estamos solos en nuestro regocijo; con nosotros están los pueblos mas civilizados del mundo, lo mismo los de Europa que los de América y también los dos más poderosos y grandes del Extremo Oriente.” Nada para demostrar cuan independiente se es como tener el reconocimiento de otras naciones. Eso, lo reafirmaba al señalar: “Nos han enviado representaciones, sus gobiernos enviaron a México embajadores especiales, delegados que expresamente vienen a presenciar nuestros desbordamientos patrióticos, ahora que cumplimos un siglo de libertad.” No, pues sí, ya podían expedirnos el certificado de que éramos independientes, algo que para don Victoriano era muy importante y buscaba quedara muy claro.
En ese contexto, escribió: “…no sólo nos hemos concretado a manifestaciones de regocijo y a desbordamiento de entusiasmo, ni hemos empleado el tiempo nada mas que en diversiones; algo práctico se ha obtenido; demostrar al mundo civilizado que somos dignos del lugar que se nos ha dado en el concierto de las naciones.” De eso podrían dar fe, “los extranjeros que en representación de sus pueblos respectivos residen incidentalmente entre nosotros, llevarán -quien lo duda- una buena impresión de nuestro actual momento histórico, de nuestras condiciones económicas, de nuestro crédito sólidamente cimentado, y en general, del país, y ellos, los delegados especiales de los pueblos y los gobiernos amigos serán, a su regreso a los países que representan, heraldos que proclamaran nuestros progresos de cien años.” ¿Alguna duda de que el ciudadano Agüeros poseía un espíritu independiente? Pero aún faltaba la crónica sobre el que sería el último grito de don Porfirio.
Agüeros escribía que “la noche del jueves el entusiasmo patriótico se manifestó más intenso aún que en años anteriores, a la hora en que el señor presidente asomó al balcón y repitió el vítor anual, agitando después el badajo de la histórica esquila (campana).” Para hacer menos aburrida la narrativa, que tal si como fondo le ponemos la interpretación que, seis décadas más tarde, hiciera Serrat en La Fiesta: “Hoy el noble y el villano/ El prohombre y el gusano/Bailan y se dan la mano/Sin importarles la facha.” Pero eso nada mas duraría hasta que la noche terminó pues aun cuando “juntos, los encuentra el Sol/A la sombra de un farol/Empapados en alcohol/ Magreando a una muchacha,” ya que “… con la resaca a cuestas/Vuelve el pobre a su pobreza Vuelve el rico a su riqueza Y el señor cura a sus misas.” Para quien hubiera olvidado aquello, la mañana del 16, al momento de inaugurar el Monumento a la Independencia, en el sitio de preferencia se situaron las familias invitadas y los miembros del cuerpo diplomático y de las misiones especiales venidas con motivo del Centenario.
Fuera de la zona escogida para los invitados, se instaló la gran masa popular.” Tras de ello, presentaba el listado de las personas “importantes” que acudieron al evento. Ya para entonces era notorio que hacía rato que aquello “se acabó/El Sol nos dice que llegó el final/Por una noche se olvidó/Que cada uno es cada cual…” Y para remarcarlo, otra nota en El Tiempo daba cuenta de ello.
En ella, se narraba acerca del Te Deum que se celebró en la Catedral de México “en acción de gracias al Todopoderoso por la independencia.” Vaya forma de treparse al carro de la fiesta, de pronto olvidaron como se comportaron un siglo atrás sus ancestros ideológicos quienes defenestraron a los caudillos insurgentes y ahora hasta fueron a pedir el estandarte con la imagen de la Virgen de Guadalupe que Hidalgo utilizó. La ceremonia estuvo presidida por arzobispo José Mora y Del Río y del delegado apostólico, José Ridolfi. La nota concluía indicando que “todos [los asistentes] se retiraron muy conmovidos, satisfechos de haber asistido a un acto muy propio de una sociedad católica como la nuestra y de ninguna manera podía conformarse, con que entre los festejos con que se está celebrando el Centenario faltara la nota religiosa, la nota que ha venido a dar realce a los festejos… Allí estaba el todo México católico y piadoso que jamás se desdeña de ostentar sus sentimientos religiosos, cuando de ello resulta gloria para Dios y ejemplo de edificación para los que no creen o fingen no creer en Él.” Eso sí, en ningun momento se escuchó disculpa alguna por los asesinatos cometidos un siglo antes en nombre de su fe, de lo que se trataba era de encaramarse a las festividades. No todo eran crónicas almibaradas, había quienes observaban aquello con objetividad.
Ese era el caso de Filomeno Mata Rodríguez quien, el 18 de septiembre, en El Diario del Hogar escribía: “Brillan como ascuas las fachadas de los edificios, destacando sobre el oscuro cielo de la noche sus esqueletos luminosos y riela (fulgura) sobre el llovido asfalto de los bulevares la luz de los millares de los focos encendidos en los escaparates de las tiendas, denunciando la codicia del traficante que aprovecha la ocasión para pregonar su mercancía.”
Y para que aquello no quede mustio, le colocamos el estribillo de Serrat que dice: “Y colgaron de un cordel/De esquina a esquina un cartel/Y banderas de papel/ Verdes, rojas y amarillas (blancas).” Eso sí, nadie quedó excluido, “todas las clases sociales conmemoran el centenario.” Y como Serrat cantara: “En la noche de San Juan/Como comparten su pan/Su mujer y su gabán/Gentes de cien mil raleas,” con una salvedad, juntos, pero no revueltos.
En las palabras de Mata “las clases oficiales con sus asimilados los cortesanos y sus aristócratas, como únicos actores y espectadores del programa de saraos y recepciones. Las clases burguesas como espectadores de lo que puede alcanzarse a ver desde las aceras de las calles… La plebe no ha sido invitada ni tiene lugar para presenciar los festejos…. La turba cortesana aprovecha la coincidencia de fechas para extremar la nota de su incurable servilismo (fundiendo en un solo himno su gratitud a los héroes y su adulación al hombre ante quien dobla veinte veces al día la empolvada rodilla, a quien adjudica la gloria y el mérito de las obras que otros preclaros varones comenzaron y ante quien derrama las ánforas de hiperbólicos encomios que avergonzarían a los héroes de verdad.
La flamante aristocracia de nuestro tercer imperio pliega y despliega su pretenciosa cola de pavorreal ante las miradas atónitas de los provincianos y la enigmática sonrisa de los delegados extranjeros, cuya visita es la única nota sensacional de la gran celebración.” Su presencia no era fortuita, tenía un objetivo bien definido.
El propósito de recibir a esos huéspedes era “para que, convencidos de nuestros progresos, lleven por todo el mundo la buena nueva de nuestra conversión a la civilización. Para eso los hemos alojado en magníficos palacios rodeándolos de servidumbre discreta, guiándolos con cicerones hábiles y acompañándolos de amigos fieles; para eso los colmamos de humillantes agasajos, por eso procuramos acallar nuestras discordias y ocultar nuestras miserias; por eso rebautizamos nuestras calles con los nombres de sus héroes y de sus ciudades y por eso les cedemos nuestros parques y jardines para que levantes estatuas a Cortés, a Taylor o a Forey.”
Don Filomeno, quien nunca simpatizó con el gobierno del presidente Díaz Mori, no se guardó palabras para fustigar lo que consideraba un exceso a la hora de los festejos en los cuales apuntaba “el pueblo [esta] desterrado de las pomposidades de los salones oficiales donde solo tienen entrada los extranjeros y los elegidos; ahuyentado de los bulevares en donde apenas hay lugar para el apretado desfile de carruajes y burgueses; echados a palos de las plazas por donde desfilan las comitivas oficiales; mantenido a raya por las bayonetas que forman valla a los landós (coches tirados por caballos) de los enviados extranjeros; arrojado a caballazos de los lugares en donde sería bochornosa su presencia; ese pueblo, en fin, a quien no se le concede ni el derecho de regocijarse entonado en la guitarra las viejas melodías, a quien no se le ha señalado ni siquiera un sólo número en la apretada lista de festejos, y a quien no se le permite ni llevar una ofrenda al altar en donde reposan las cenizas de sus héroes; siente en su propia patria la nostalgia del proscrito y empujado por una inmensa necesidad de levantar su alma y de confortar su espíritu, se retira silencioso lentamente al fondo de sus catacumbas…”
Para Mata Rodríguez, “el pueblo no ha sido llamado a participar de los regocijos porque es pobre y su presencia nos causaría bochorno ante los extraños, tampoco ha sido llamado a compartir el recuerdo de nuestros héroes, con los oligarcas, ni él ha ido a reunírseles.” Nadie puede negar que las palabras del periodista eran ciertas. El gran problema del modelo político-económico-social implantado por el presidente Díaz Mori es que careció de un instrumento que pudiera dar paso al desarrollo e instrumentar oportunidades para todos acorde a sus capacidades. Aunado a ello, el poder político se concentró en un grupo muy cerrado y no permitió la participación de nadie más.
No vamos a caer en la crítica fácil de que, durante las más de tres décadas en que estuvo en el poder, el país se mantuvo estancado, eso es algo que no se sostiene. Su gran error fue no haber comprendido que con las fiestas del Centenario arribaba al cenit de su gobierno y era el momento de dar paso a una transición que se diera de manera pacífica en donde se reconociera su obra material y pudieran tomarse medidas para corregir las desigualdades económicas. Nunca debió presentarse a las elecciones de junio de 1910 y, mucho menos, permitir la estupidez de encarcelar a Madero.
Desafortunadamente, de todo ello se percató hasta nueve meses más tarde cuando, en New York, se negocia la transición pactada que se materializa con los Tratados de Ciudad Juárez en mayo de 1911. Pero, en septiembre de 1910, el presidente Díaz Mori se dejó deslumbrar por el sin fin de halagos que le vertían y creyó que las inconformidades no eran sino resultado de las envidias. Nunca imaginó que aquel 15 de septiembre de 1910 sería la ocasión última en que escucharía los vivas ensordecedores que obnubilan el entendimiento y hacen creer a los gobernantes que su presencia ha de ser eterna pues el pueblo no puede vivir sin ella. Olvidan, para cerrar con el estribillo de Serrat, que: “Vamos bajando la cuesta/Que arriba en mi calle/Se acabó la fiesta.
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Añadido (23. 37.158) Veíamos un programa que presentaba TV Chile acerca del golpe de estado de 1972. De pronto, apareció lo que podría ser la imagen última en vida del presidente doctor Salvador Allende Gossens. Se asomaba a uno de los balcones del Palacio de la Moneda y observaba la plaza vacía que se empezaba a llenar de tanquetas. Ante ello, no pudimos sino preguntarnos: ¿En dónde estaban los integrantes de aquella caterva de cobardes junto con sus lideres sindicales, de campesinos y de estudiantes quienes al igual que supuestos intelectuales, miembros de las clases populares y media nunca aparecieron para defender al presidente Allende Gossens?
A ninguno lo vimos empuñando las armas para ir a detener el golpe de estado. No dejemos de lado a quienes en cuanto pudieron se fueron a sus agujeros de donde salieron para ir a buscar embajada y a vivir como víctimas el resto de sus días medrando a costa de otros. Por supuesto, todos poseían doctorado (¿?). Eso sí, ahora los sobrevivientes de los sucesos de entonces y/o sus herederos salen a marchar y protestar por aquella atrocidad. Poco importa que no compartamos la ideología política-económica del presidente Allende Gossens, lo que no soportamos es ver a esta runfla de cobardes-farsantes tratar de venderse como mártires.
Añadido (23.37.159) Ahora, a los traidores se les denomina demócratas. A la par, delincuentes confesos se convierten en autoridad.