Luis Farías Mackey
Hay en la sociedad un profundo y diverso enfado y agravio que, sin embargo, no se expresa políticamente en las urnas.
Las grandes movilizaciones ciudadanas y sus legítimos reclamos y causas no logran convertirse en votos.
¿Por qué esa energía social, ostensible e innegable, no sale a votar? ¿Por qué contra todos los pronósticos este fin de semana, solo el 47% del electorado acudió a las urnas en el Estado de México?
Lo fácil es echarle la culpa a un gobernador que, como tantos otros, pudo haber sido doblado como espiga por el poder y que, además, esté por ser exhibido y estigmatizado con una embajada infamante que no pueda rehusar.
Explicar la abstención siempre es ardua tarea, razones hay múltiples. La conclusión final, sin embargo, es una, contundente e irrevocable: nuestra democracia ya no entusiasma.
A diferencia del lamentable papel de las dirigencias partidistas perdedoras, incapaces de admitir una derrota y preguntarse qué hicieron mal, aquí lo importante es comprender, por qué las energías sociales no necesariamente se expresan políticamente. Y es que la simple energía social, por sí sola, no se hace política. La mera reunión de personas no hace política. Las mareas y los tsunamis sociales no son fenómenos políticos, aunque sean causados por cuestiones políticas. La política sólo es cuando la pluralidad ciudadana acciona en conjunto. No basta con reunirse una vez y expresar malestar, hay que traducir esa inconformidad en acción. El enojo, como toda emoción, es efímero y no produce necesariamente acción política.
Los gringos dicen dont get mad, get even (no te enojes, desquítate), al agravio hay que darle sentido, encauzarlo, convertirlo en fuerza, moverlo en acción: organizarlo. Tal solía ser la razón de ser y función de las organizaciones llamadas partidos. Hoy, queda claro que ya responden a este paradigma. Hace mucho dejaron de ser funcionales, hace mucho negaron su origen y razón ciudadanos, para convertirse en máquinas electoreras que no ven ni forjan ciudadanía sino rebaños y clientelas. Nuestra “normalidad democrática” y la comodidad de las prerrogativas económicas públicas convirtieron a las estructuras partidistas en negocios y recalcitrantes defensas de beneficios. Los dirigentes, así se transformaron en gerentes y administradores; en no pocas ocasiones, mafias. La formación de cuadros, la generación de pensamiento, la traducción de las demandas en acción política, la organización y movilización ciudadanas son algo que nuestros partidos hoy desconocen y ya no saben hacer. Son repartidores de tarjetas y despensas, hacedores de videos y publicidad. Cazan y modelan candidatos, no forman ciudadanos.
En otras palabras, no es suficiente que la gente esté molesta con López Obrador para que salgan a votar en masa en contra de él. Menester es legitimación, autoridad moral, propuesta, organización, trabajo en territorio y movilización. Todo eso hoy lo entienden los partidos como repartir dinero o despensas, organizar concentraciones y hacer publicidad. Además de lo anterior, se requiere congruencia entre lo que se propone y sé es. No se puede tener fama de maleante y pasado de truhan, y creer que porque la gente está enojada con López Obrador va a votar por uno. Inclusive se puede hacer una buena campaña y gastar todo el dinero que sea posible y que no redunde en voto ciudadano. Y es que la política en México perdió hace mucho su magia y encanto: carece de sentido, hoy es una labor más, propia de profesionales de la imagen y grillos partidistas, no de políticos.
La acción, decía Arendt siguiendo a Maquiavelo, tiene mucho de virtuosismo, de destreza en su ejecución. No es en sí un arte, pero sí una performación donde el sujeto debe de hacerse oír y ver en su mejor faceta. Hoy, sin embargo, por la política espectáculo, confundimos empaque con virtuosismo, y quod natura non dat, publicidad non praestat. Y estas líneas no son una crítica al desempeño de la candidata perdedora, eso será objeto de otras valoraciones, sino del desdoro y devaluación de la política, de los políticos y de las formas de organizarnos y de hacer política en México.
Quizás no hemos sabido leer que las grandes mareas ciudadanas que en México se han expresado recientemente en favor de la vida institucional, el Estado de Derecho y la dignidad ciudadana tienen un reclamo más allá de una sola persona y partido -López Obrador y Morena-, y expresen un enojo generalizado en contra de todos nuestros políticos, formas de hacer política y de las organizaciones autistas, refractaria y excluyentes en que se han convertido nuestros partidos.
En el caso de Morena, la elección del Estado de México fue un laboratorio para probar si podían imponer y hacer ganar a la peor candidata posible. No era la propuesta ni lo que le pueda pasar a la entidad, era demostrar y demostrarse que pueden hacer ganar, incluso, a una piedra.
La lección no puede ser más ominosa: no contamos hoy con los instrumentos, ni las organizaciones, ni los liderazgos, ni los candidatos, ni el discurso, ni la propuesta para enfrentar la maquinaria morenista. No sabemos leer a los ciudadanos. Peor aún, hablar con ellos, entusiasmarlos, moverlos a la acción. Morena y López podrán tener todos los negativos que se quieran, pero en la acera de enfrente no hay nada más allá que buenas intenciones, confusión y ruido. La suma perplejidades y enojos no hacen política.