EL SONIDO Y LA FURIA
MARTÍN CASILLAS DE ALBA
El ruiseñor, como el que canta al atardecer desde la Jacaranda.
Ciudad de México, sábado 22 de junio, 2019.– “¿Te tienes que ir ahora? Todavía no es de día. Era el ruiseñor, no la alondra, esa que penetró en el fondo temeroso de tu oído y que canta todas las noches en aquel granado. Créeme, amor mío, era el ruiseñor” –le decía Julieta a su esposo después de la noche de bodas. Romeo estaba exilado y si se quedaba en Verona podía morir: había matado en un pleito a Teobaldo quien, además, era primo de Julieta y por eso había sido castigado con el exilio.
Lo que deseaba Romeo era quedarse con Julieta pero sabía que tenía que irse. No le queda otra que aclararle que ese canto que estaban oyendo era el de “la alondra que anuncia el alba y no el ruiseñor. Mira la luz envidiosa cómo enhebra sus hilos con las nubes en el Oriente y cómo las luces de la noche se han extinguido. Asoma el día feliz… Debo irme y vivir, o quedarme y morir.” Sin duda, Romeo había madurado.
Cuesta trabajo distinguir el canto de los pájaros como lo sabe Len Howard (1888-1973) quien lo escribió en Los pájaros y su individualidad, (FCE, 1955) o Jeniffer Ackerman en The Genius of Birds (Penguin Books, 2017) –un libro que me tiene con la boca abierta y del que hablaré en otra ocasión–, las diferencias en sus cantos son sutiles, aunque, si estamos atentos, podemos reconocerlos.
Cuando Len Howard se retiró a su casa de campo no sé cómo le hizo pero los pájaros entraban y salían como si fuera suya; por eso, logró distinguirlos, ponerles nombre y contarnos su vida amorosa, además de reconocer su canto que, “en muchas especies tiene una contextura fina y su compás es tan rápido que, si no tenemos adiestrado el oído, no podemos seguirlo en detalle.”
Rilke habla de la pureza del canto de las aves en la séptima Elegía de Duino:
Gritarías, es verdad, con la pureza con que canta el ave cuando la estación la eleva, la sublima, casi olvidando que es apenas un animal desmedrado y un corazón solitario…
En cambio, me ha costado trabajo reconocer a los pájaros que nos visitan en nuestra casa de Tlalpan, aunque he podido identificar a las tórtolas de cola-larga mismas que, por su andar, parecen ser unas aves vanidosas que buscan un rayito de sol para esponjar su plumaje.
Pavarotti, de quien he comentado en otras ocasiones, es el ruiseñor que se posa en la Jacaranda y canta su melodía antes de irse a dormir y ese canto, muchas veces lo asocio con lo que dice este soneto de Shakespeare:
Pensar felizmente en ti y entonces, mi ánimo (como la alondra al romper el día que alza vuelo por la tierra sombría), canta himnos en las puertas del cielo…
Se levanta un poco el ánimo en estos días que no ha salido el sol cuando lo oímos cantar y, tal como lo imaginó el poeta, su melodía nos hace pensar en el ser querido.
Entre ellos reconocen al que canta, pues “son sensibles al sonido y sus diferentes ritmos y grados”, pues resulta que su tiempo es más lento que el nuestro, su pulso más rápido, su temperatura más elevada y sus reacciones emocionales más rápidas y, por todo esto, pueden seguir el compás y las frases musicales porque “tienen un oído con el distinguen las sutiles inflexiones de sus voces.”
A veces lo que llamamos canto no es más que un llamado en clave que anuncia la presencia de un depredador. Sin duda, hay una diferencia brutal entre el canto mañanero, que es pura alharaca, y el canto al atardecer, cuando desarrolla una melodía apacible que logra trasmitir una cierta emoción.
Si no está lloviendo, salgo y le agradezco con un chiflido que trata de imitar su melodía y de esa manera le doy las gracias por su canto y por compañía antes de darle las buenas noches.