Javier Peñalosa Castro
Durante los últimos días se ha intensificado la presentación de propuestas del nuevo gobierno, tales como la reducción de canonjías —y aun de salarios— para altos funcionarios del gobierno federal, así como de integrantes de los poderes Legislativo y Judicial, esto a pesar de que supuestamente son autónomos, así como de empresas paraestatales y otros organismos dependientes del gobierno.
Se ha planteado también la revitalización de Pemex, lo que supone, entre otras cosas, la rehabilitación de las refinerías existentes y la construcción de una nueva planta de este tipo en Tabasco, para atender la demanda de combustibles que actualmente —y en forma por demás contradictoria—, se satisface con costosas importaciones, pese a los abundantes recursos energéticos con que cuenta el país.
También desde el inicio mismo del periodo de transición, el presidente electo ha hablado sobre el proyecto para construir el llamado Tren Maya, que uniría a diversas poblaciones turísticas de los estados de Tabasco, Chiapas, Campeche, Quintana Roo y Yucatán, con el fin de potenciar esta actividad en la región y contribuir a aumentar los ingresos de sus pobladores. Esta propuesta ha sido ampliamente criticada por quienes consideran que son otras las prioridades con las que debe iniciar el nuevo gobierno, antes que destinar 150 mil millones de pesos a una obra predominantemente turística.
Otro de los proyectos de infraestructura de los que se ha hablado con insistencia —aquel en que se ha empeñado una minoría rapaz que se frota las manos con las ganancias que ven en su apuesta— es el de construir un nuevo aeropuerto para atender al Valle de México en el lecho del Lago de Texcoco, con el alto costo que ello supone para el equilibrio ecológico de la región y que ya afecta a los pobladores de las inmediaciones, que han visto devastados cerros y yacimientos de minerales que se están empleando para hacer posible el desplante de pistas de despegue y aterrizaje en un terreno pantanoso que ofrece muchas complicaciones.
Como ya lo hemos platicado en este espacio, el proyecto de aeropuerto en Texcoco tiene vicios de origen. Será, sin duda, una obra muy cara, que requerirá un gasto de mantenimiento enorme y permanente. Y aunque sólo tiene un avance de 20 por ciento y son rebatibles las verdades “universales” con base en las cuales se optó —en tiempos de Vicente Fox y ahora— para aprobarlo, el gasto hecho hasta ahora, sumado a los compromisos establecidos con diversos proveedores, representaría un costo cercano a los 100 mil millones de pesos, sólo por dar marcha atrás, a lo que habría que sumar el costo de la otra propuesta, de edificar dos pistas en la base aérea de Santa Lucía, entre otras complicaciones.
A riesgo de ser tratado de retrógrada por las huestes del neoliberalato, opino que la Ciudad de México bien podría optar por algún aeropuerto alterno, como el de Toluca, e incluso analizar la viabilidad de construir nuevas pistas en ése o algún otro aeródromo localizado en el perímetro de la megalópolis que, junto con la Ciudad de México, forman el Estado de México, Morelos, Hidalgo, Puebla y Tlaxcala.
Sin duda, toda propuesta corre y ha corrido siempre el riesgo de ser cuestionada. Y cada una de las mencionadas habrá de serlo desde su anuncio hasta su puesta en funcionamiento. En contraste, de lo que se habla muy poco —más allá de la cancelación de la mal llamada “Reforma Educativa” presumida por Peña Nieto y por el peor de sus esbirros, Aurelio, El Niño, Nuño— es de la apuesta que hará el nuevo gobierno en el campo educativo.
Recordamos, como promesas de campaña, la oferta de crear cien nuevas universidades en el país, y la promesa de que ningún mexicano que desee estudiar se quedará sin acceso a la educación. Más recientemente, tenemos las referencias de los medios de comunicación de las reuniones de AMLO con los rectores del país, a quienes, en forma que mueve al desaliento, sólo prometió que no se reducirán los magros subsidios públicos que reciben y que —si bien es injustificable, por donde se le mire—, propiciaron la participación de algunas instituciones de educación superior de prestarse a ser comparsas en la llamada Estafa Maestra, que permitió la triangulación —y “evaporación”— de recursos del erario federal mediante la suscripción de contratos por demás irregulares en los que las universidades eran meras intermediarias.
Más allá de la necesidad de terminar con la simulación y el desaseo que ilustran este tipo de actividades, en realidad hace falta es un enorme esfuerzo para elevar, de una vez y para siempre la proporción del Producto Interno Bruto que se dedica tanto a la educación como al desarrollo científico y tecnológico.
Esa es la receta (de ninguna manera secreta) que han seguido potencias como China, que gracias a ello han potenciado su influencia en todos los ámbitos; desde el académico hasta los de la tecnología, la producción agropecuaria y la innovación en muchísimos campos, y que la han situado a un paso de asumir el liderazgo comercial global.
En días recientes se dio a conocer el vergonzoso indicador de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), club de países ricos al que paradójicamente pertenece México, y cuyas estadísticas, especialmente en lo que se refiere al bienestar de la población y su desarrollo social, frecuentemente mueven a vergüenza, por los escasos recursos presupuestales destinados a rubros fundamentales, como la educación, rubro en el que nuestro país ha visto descender la inversión pública durante los últimos años de casi 4% a 3% como proporción del Producto Interno Bruto y el presupuesto para investigación científica y tecnológica, que se ubica por debajo del medio punto porcentual en relación con el PIB.
Es fundamental que quienes tomen las decisiones en el nuevo gobierno se convenzan, de una vez por todas, que por más necesidades que haya en otros campos estratégicos —y en algunos no tanto—, la prioridad debe centrarse en la educación y el desarrollo científico y tecnológico; que ello requiere fuertes inversiones, y que habrá que ver de dónde se obtienen los recursos, pero es algo impostergable.
En consonancia con el espíritu de transformación y de combate a las desigualdades que visiblemente anima al nuevo gobierno en ciernes, será necesario revisar las injusticias que ocurren, por ejemplo, al interior de las instituciones de educación superior, donde existe una casta de académicos que tienen acceso a un sinnúmero de privilegios, en tanto que a los profesores “de asignatura” se les pagan salarios miserables y se les somete a horarios con pocas clases, dispersas a lo largo del día y de la tarde que les impiden completar sus ingresos.
También tendrán tomarse las medidas necesarias para que sátrapas como Javier Duarte no vuelvan a conculcar a capricho los recursos destinados a las universidades.
En suma, es en este campo donde existen mayores esperanzas y, por supuesto, mayores necesidades que resulta impostergable atender.