El sonido y la furia
Martín Casillas de Alba
El príncipe Salina, Tancredi y Angélica en la película de Visconti (1963).
Ciudad de México, sábado 2 de julio, 2022. – Sigo con El Gatopardo y las ganas de compartir con ustedes el cuándo y el cómo descubrí esa novela que la recordamos, entre otras cosas, por esto que decía el príncipe Salina: “si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”, aunque, la verdad, estas notas no son otra cosa que la expresión de mi gratitud hacia Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957) y a Alexandra Wolf von Stomersee (1894-1982), su mujer.
Con pocos escritores me he identificado tanto como con el duque de Palma y príncipe Lampedusa quien empezó a escribir sus obras cuando tenía 58 años de edad y cuya novela la conocí de una manera poco ortodoxa —por no decir al azar—, a través de la película de Visconti cuando la vi por primera vez en Italia para quedar, desde entonces, impresionado por lo bien contada que estaba, así como, por el reparto que no me ha permitido imaginar a alguien diferente a Burt Lancaster como el Príncipe Salina, a Claudia Cardinale, como Angélica Sedara y a “Galán” Delon como Tancredi.
Tiempo después, encontré otros paralelismos con Lampedusa, como su interés por las obras de Shakespeare, así como, las clases y pláticas que ofreció sobre este dramaturgo isabelino.
Llegamos con toda la familia a Perugia en 1975 manejando un Alfa Romeo que me dieron a cambio del que había apartado en la agencia Hertz del aeropuerto. Los italianos en la gasolinera me decían: ¡Ma che macchina, signore! A la fecha no me ha llegado la factura del mes que viajamos de Roma por la Ruta del Sol hasta Florencia, antes de llegar al Lago di Garda donde caminábamos —¡facciamo maratone!, como le proponía un chavito a Martín, mi hijo—, hasta las ruinas de la biblioteca de Catulo:
¡Odio y amo!
Por qué lo haga, acaso preguntas.
No lo sé; pero así lo siento y me atormento.
De ahí a Venecia y “la secreta opresión al entrar por primera vez en una góndola” —como Aschenbach en Muerte en Venecia—, antes de irnos a Rimini para tomar el sol y jugar con los hijos en la playa.
Cuando finalmente llegamos a Perugia nos quedamos en un hotelito al final de una calle cerrada en la cima de una colina por la que paseaban los jóvenes —ellas y ellos guapísimos—, como si fuera una pasarela, con sus pantalones de mezclilla entallados mostrando lo que cada quien guardaba en su centro de gravedad. En esa callecita había un cine donde pasaban la película de Visconti: dejamos a los niños dormidos y nos fuimos a verla.
De Angélica Sedara no hay nada más qué decir: “ella habla por sí. Sus ojos, su piel, su belleza son evidentes y se hacen comprender por todos… En ella está toda la belleza de la madre, sin el olor a chivo del abuelo. Es inteligente… sus sábanas deben de tener el perfume del paraíso”, le dijo don Ciccio Tumeo a su señoría.
Recuerdo la mansión de Donnafugata, la Sicilia de Lampedusa, el calor y el polvo al caminar, la tristeza de Concetta incapaz de conquistar a Tancredi, observando cómo todo estaba por cambiar ahora que había triunfado la República y su gobierno estaba en manos de unos avezados políticos, como el alcalde Colagero Sedara, padre de Angélica, la futura esposa de Tancredi, quien era el sobrino del príncipe Salina quien sabía que de esas manera iba a recibir una dote sustantiva: “en el contrato matrimonial, asignaré a mi hija el feudo de Settesoli, de seiscientas cuarenta y cuatro salmas, es decir, mil diez hectáreas, como quieren llamarlas hoy…”, y así, el carrusel de la vida siguió dando vueltas… Sí, todo había cambiado, para que todo siguiera igual.
Como pueden ver, fue un encuentro poco ortodoxo con la obra y la vida de este escritor que llegó a ser la sensación de las letras sicilianas, con una obra que he disfrutado hasta el día de hoy, cuarenta y siete años después.