Luis Farías Mackey
En su calidad ciudadana, cualquier diputado o senador puede gritar a voz en cuello “es un honor estar con Obrador”. Derecho que por igual le asiste a quien piensa y expresa diametralmente lo opuesto.
Pero un legislador en el ejercicio del mandato político ciudadano que lo eligió no lo debe hacer. Más aún, hacerlo lo infama y denigra.
En el primer caso, ejerce un derecho ciudadano; en el segundo, incumple un mandato ciudadano y una función constitucional sometida al derecho.
Me explico. La experiencia política llevó a la humanidad a dividir al poder para controlarlo y hacerlo más eficiente y efectivo. Dicha división responde a la naturaleza de las funciones a desempeñar. Así, una es la función de crear las leyes, otra la de cumplirlas y hacerlas cumplir, y una más la de garantizar su vigencia y la del Estado (como organización política) y del estado (como forma de estar de la sociedad) de derecho.
La creación de las leyes difiere de su aplicación y, por eso, se encargan a órganos diferentes. Diferentes por función y composición. La función de cumplir y hacer cumplir la ley suele depositarse, por lo general, en un individuo al que se dota de atribuciones para formar una estructura de poder cuya obligación irrenunciable —ojo, obligación no opción— es hacer gobierno, es decir, dirigir en y con la ley. Se suele confundir Estado con fuerza y poder, pero el Estado es sólo la sociedad en movimiento, con dirección, orden, libertades y destino. Por eso, quien gobierna encabeza, dirige, concita, organiza; no enfrenta, excluye ni polariza.
Esto es muy importante, porque para ello se retira de los gobernados el uso de la violencia y ésta se reserva —bajo su regulación por la ley— como monopolio de lo que se conoce como el uso legítimo de la fuerza a cargo del ramo Ejecutivo del poder estatal. Legítimo porque se hace como una función pública, normada por la ley y en defensa y seguridad de los derechos de los individuos y la sociedad. Es la seguridad de los ciudadanos la razón primigenia de la fuerza del Estado, no le es algo inherente, le es delegado y como función pública y normada. Cuando el Ejecutivo no lo hace, cuando no garantiza seguridad a los gobernados, cae en desacato, responsabilidad y hasta delito. Una cosa final sobre este tema: quien en ejercicio de una atribución pública hace uso de la fuerza sin exceder los extremos de la propia ley, no reprime: gobierna (su única razón y función de ser).
Obvio, las atribuciones, el instrumental, los recursos y la fuerza que se le otorgan al Ejecutivo son bastos y diversos a los que se dotan a los encargados de las otras dos funciones estatales.
La experiencia muestra que lo mejor es que sea diferente quien hace la norma de quien la aplica, porque cuando se juntan ambas funciones, lo normal es que el ejecutor se atragante y exceda de atribuciones, poderes y recursos hasta desmandarse en perjuicio de los gobernados. En caja abierta, el santo peca.
Además, la experiencia muestra por igual que, si bien para la ejecución se requiere de unidad de mando, para legislar es necesaria la pluralidad y representatividad de las diferentes expresiones políticas, económicas, culturales y sociales que la sociedad toda.
La ley es solo una convención de voluntades en un momento, espacio y sociedad determinada. Convención que considera que, entre las múltiples conductas posibles, una es la que debe ser para alcanzar un fin valorado como tal por la mayoría. Para ello, para lograr esa convención de voluntades, se demanda de una pluralidad de pareceres que en sus divergencias y convergencias construya los acuerdos civilizatorios y jurídicos que a todos obliguen, no por capricho u ocurrencia, sino por pactos convenidos desde los pálpitos y contradicciones del ser social.
Para esta función y objetivo de legislar, la unicidad del Ejecutivo es poco recomendable; por eso sólo se le otorgan a éste facultades delegadas de regulación (reglamentación) de leyes en aspectos operativos, es decir, en el ámbito propio de sus alcances ejecutivos: qué, cómo, cuándo, quién, dónde. Pongamos un ejemplo, si el Ejecutivo pudiera fijar impuestos por sí solo, no habría presupuesto, orden ni control de gasto posible, mientras más gastara a tontas y locas, más subiría a discreción y capricho los impuestos. No es una exageración, es historia universal. Allí están, si no, los confiscados fideicomisos para recordárnoslo.
Bien, regresemos al “es un honor, estar…”, como único argumento parlamentario de los legisladores del poder y coro de sus votaciones. Partamos de que no están en una plaza pública en ejercicio libérrimo de sus derechos ciudadanos; están en la sede del H. Congreso de la Unión en ejercicio de una función pública políticamente mandata en las urnas y constitucionalmente regulada. Allí no son ciudadanos, ni ejercen derechos partidistas: allí son diputados o senadores en cumplimiento de un mandato y función políticos. Allí son los obligados y normados por la ley. El ciudadano puede hacer todo lo que la ley no le prohíbe, el funcionario —y legislar es una función—, sólo puede hacer lo que la ley expresamente le mandata. Y su mandato es crear leyes, las mejores posibles.
No están ahí por nombramiento presidencial, sino por el voto del pueblo. No son empleados del Ejecutivo, lo son de la ciudadanía. Además, a los diputados y senadores se les elige por distritos electorales, entidad federativa o circunscripción plurinominal, según sea el caso; mientras que al presidente se le elige nacionalmente. La legitimidad de origen difiere entre uno y otro caso, no solo porque a uno lo eligen en todo el país, sino porque es electo para cumplir y hacer cumplir la ley, en tanto que a los otros se les elige en demarcaciones diversas y para crear la mejor de las leyes a su alcance.
Así, cuando en el Congreso se esgrime y ostenta el “es un honor…”, se insulta a los electores de quienes así gritan, porque no están allí para ni para “estar”, ni para honores, ni para porras, sino para legislar las leyes que el Ejecutivo debe cumplir y hacer cumplir. No están allí para gritar y cumplir consignas, ni para suplantar la alta dignidad y responsabilidad de forjar leyes con mítines placeros.
Pronto llegaría el día que esa proclama en ese lugar los infame y los condene. No puede haber honor alguno en la negación.