Luis Farías Mackey
Sin palabra no habría política. No pudiéramos comunicarnos ni entendernos. Por eso desde siempre el discurso ha sido tan ponderado en ese menester. En la vieja Grecia los sofistas enseñaban la retórica como el arte de convencer. Por sobre ellos, Sócrates enseñaba la parreshía como como el compromiso para con la verdad. La historia política universal podría seguirse a través de los grandes discursos o por sus ausencias. Antes, inclusive, eran famosos los concursos de oratoria de donde salían las promesas políticas del futuro.
Pero, ¿qué es la palabra y el discurso sin la escucha? De hecho, debieran primero enseñarnos a escuchar y, así como se concursa en oratoria, debiera concursarse por igual en el arte de escuchar.
Oír es un fenómeno físico y corporal, quien oye capta sonidos con el oído. Escuchar es diferente, quien escucha presta atención a lo que oye. Y eso es lo que estamos perdiendo.
No es la palabra, ni el discurso lo que hoy está en crisis, sino la escucha. Más que comunicados estamos conectados. Y sí, hablamos, mejor dicho, chateamos sin tregua, pero, ¿escuchamos?
No solo el discurso tiene dimensión política, también, y posiblemente más, la escucha. Discurso sin oyente es entropía. Quien discursa se expresa a otro; quien escucha lo aviene. La más severa muerte es la de la escucha, porque quien no escucha anula al otro en vida. El des—tierro es una sordera política impuesta por la distancia a la palabra, pero la sordera política en presencia del otro es su abolición, su borradura. Diría Paz: lo hace ninguno.
Quien escucha se abre al otro, convierte su presencia y sonido en un mundo común en el que es difícil saber hasta dónde llega uno y hasta dónde el otro; cuando el oír se convierte en escucha y el sonido en mensaje, se hacen presentes en la mente del otro; éste los menta y al mentarlos los hace suyos, no en un sentido de propiedad, sino de introyección, de substanciación, podríamos decir que los encarna. Siguiendo a Hegel: los hombres mentamos algo (al ente) y al mentarlo hacemos lo mentado nuestro. Lo mentado ya no sólo se refiere exclusivamente al objeto mismo, sino también a los “yos” que lo mientan —uno desde el discurso y el otro en la escucha— y que al representarlo lo hacen suyo; y cada yo asume una posición frente a lo mentado, y el escuchante hace también suyo al ser del que discursa y aquél al de quien lo escucha, todo y todos —mensaje, significado, discursante, escuchante y mentado— han sido tocados por el misterio de la palabra.
De ahí la importancia que debiéramos darle a la palabra. Para los antiguos, por la palabra se expresaba el espíritu y su destino era despertar el espíritu del otro. Por eso la escucha tiene una naturaleza terapéutica, quien habla, cuando es verdaderamente escuchado, no solo se sabe percibido, sino reconocido, bienvenido, atendido, acogido. Jamás he visto a alguien que cuando se sabe no escuchado—algo muy común en nuestros tiempos— logre contener su desconcierto, porque la no escucha nos enfrenta al vacío, a la nada, a la soledad. Quien se sabe escuchado no está solo.
Pero hoy vivimos en una sociedad de sordos. Sí, intercambiamos información tecnológicamente mediada por nuestros dispositivos electrónicos, pero no nos comunicamos; hemos perdido ese espacio intimo e indescriptible entre el discurso y la escucha. Hemos perdido la intermediación, eso que es entre: el inter—es. Encuentro también una crisis semiótica —de significados— y, peor aún, de agendas sociales que pretenden imponernos temáticas únicas y absolutistas, conversaciones e, incluso, lenguajes y expresiones “permitidas” que arrasan con la diversidad y contradicciones políticas propias de la pluralidad humana y hasta de la riqueza de la palabra, todo ello en pos de legítimos y sentidos intereses, pero que en el fondo socaban los de terceros igualmente fundados y erigen murallas donde debiéramos levantar puentes.
Una última observación. La escucha nunca es pasiva, es una acción; una actividad que requiere siempre del otro. A diferencia del habla, que expresa al yo; quien escucha se abre al otro, lo auspicia y hospeda; lo reconoce y honra. Es también una forma tácita de expresarse, de darse, de definirse ante el otro. Con el discurso, dice Platón, el hombre se hace presente en lo plural, se hace ver y escuchar; pero ese hacerse se hace siempre en la escucha y vista del otro. Por eso la escucha reconforta y cura. Muchas veces no es necesario que quien escucha se exprese en palabras, basta con que escuche para aliviar nuestras penas y soledades. Quien escucha, también se hace presente y, si bien no es necesario que se exprese, aunque no sea escuchado, sí es sentido y visto. Es importante que quien escucha respete a quien escucha en su subjetividad. Hoy, antes de recibir su mensaje, a veces se le quieren imponer formalidades y modismos que solo abonan a impedir discurso y escucha. En ese sentido, en no pocas ocasiones el feminismo se autoderrota a sí mismo al querer imponer en la conversación un lenguaje inclusivo que termina excluyendo la conversación o derivándola a lo formal en medro de lo substancial. La escucha no es pasiva, pero sí debe ser paciente e inclusiva ella misma.
Pues bien, regresando a nuestro tema, el político, antes de discursar, debiera aprender a escuchar, porque tal vez la escucha sea más efectiva para generar comunidad que la palabra. Qué ésta, la palabra, sin la escucha, no es nada.
El gobernante que no escucha, denosta al que debe servir; niega su función primigenia, se aísla y anula. El gobernante no lo es para discursar solamente, pero sí lo es antes y por sobre todo para escuchar lo que en el alma del pueblo se murmura en silencio y se grita en las plazas y en las calles. Por cierto, en la antigüedad las calles y plazas eran consideradas el espacio público donde el pueblo hacia público lo público en público. Por eso los tiranos lo primero que hacen es vaciar plazas y calles de gente. El toque de queda es un toque de silencio donde ninguna escucha es necesaria ni posible.
Una buena manera de medir al buen gobierno debiera ser la de su capacidad de escucha. Además de debates entre candidatos, en campaña debiéramos organizar ejercicios y pruebas de escucha para los contendientes. Porque quien no es capaz de escuchar, no es digno de gobernar.
Finalmente, es esa dimensión, ese mundo donde el discurso se expresa libremente y en su pluralidad es escuchado con respeto y prudencia; donde ni discurso y escucha se funden, ni se niegan, ni se sobreponen entre sí; donde conservan su especificidad y diferencia, donde ningún absoluto intenta ordenar su interrelación, su diversidad, su contingencia y su imprevisibilidad, lo político acredita su naturaleza no violenta y humana.