Por Rafael Serrano
Adiós al Pacto de la Moncloa
Hace más de un año, el primero de octubre de 2017 (1-O), a contracorriente del establecimiento español, se celebró en Cataluña un referéndum para consultar a la ciudadanía sobre mantenerse en el reino de España o proclamarse como una república independiente; fue declarado ilegal y la Policía Nacional intervino en las casillas y trató de disolver a los ciudadanos que habían organizado la consulta. Hubo represión, suspensión de la autonomía catalana y persecución de los líderes políticos independentistas; unos fueron aprendidos y otros huyeron, se exiliaron. Al poco tiempo, el gobierno derechista de Mariano Rajoy cayó ante una moción de censura que prosperó y colocó al socialista Pedro Sánchez como jefe del gobierno español, supuestamente para enfrentar el proceso (procés) catalán (también llamado órdago). Después de un año, hay un impasse que continúa ahondando las diferencias entre los españoles y los catalanes y entre los catalanes mismos.
Se vive un punto muerto frágil y muy incierto: por una parte, un gobierno débil enredado en reconocer que se tiene que modificar la constitución. Por una parte, una clase política conservadora apoyada por jueces igualmente conservadores (herencia del pasado franquista) que han judicializado la política y han puesto en entredicho el estado de derecho; y por otra parte, una marea ciudadana que no sólo desde Cataluña demanda garantizar una democracia participativa basada en la diversidad de sus pueblos/naciones, alejada de los mantras de las plutocracias económicas (FMI y Banco Mundial) y de los partidos atados a una Transición agotada, hundida en un lodazal de corrupción.
La partidocracia española vive una crisis de legitimidad producto de la desconexión con sus votantes. En el fondo se reclama el derecho a decidir y el deseo creciente para re-fundar el Estado con un nuevo pacto social que garantice una democracia participativa, de corte republicano; late el deseo de una nueva institucionalidad que rompa definitivamente con las ataduras del franquismo: un estado republicano presidido por un presidente secular elegido por el pueblo y no un monarca hereditario al cual no se le puede imputar, dado que no es un ciudadano sino un Rey; discusión que, por cierto, atraviesa a todas las monarquías europeas por muy seculares que sean. Surge una pregunta humildemente democrática: en democracias que se consideran maduras, en pleno siglo XXI: ¿se requieren de formulas arcaicas para garantizar la cohesión de las instituciones?
Manuel Castells ha señalado que la transición de los 70s –Pacto de la Moncloa- y la Constitución del 1978 crearon un sistema democrático que permitió a España superar la dictadura franquista. Su mayor logro fue haber traído años de paz y prosperidad a una sociedad española “…cansada de dramas, sobresaltos y guerras civiles”. Después de 40 años este sistema se desmorona debido a que está construido sobre cesiones ideológicas y programáticas que rompieron con las ligas que los partidos tenían con la ciudadanía y se maridaron a la ideología neoliberal que ha puesto en crisis a los estados nación, los modelos de bienestar y secuestrado los procesos de globalización. El modelo de transición se volvió un modelo muy vulnerable; que además envejeció rápidamente (Castells dixit); y ahora enfrenta una crisis terminal.
Su vulnerabilidad radica en la incapacidad para incorporar los viejos problemas en un sistema innovador. En no construir un consenso basado en la pluralidad y la interculturalidad. Los nacionalismos vasco, gallego y catalán entrecruzados con el nacionalismo castellano y otros como el valenciano, cántabro, asturiano, etcétera, requieren, como diría Rawls, tejer un consenso entrecruzado, yuxtapuesto; un overlapping consensus, imposible bajo la actual sombrilla constitucional. Lo que lo impide, siguiendo a Castells, es, por una parte un “… sistema político atado y bien atado por los acuerdos institucionales de una transición en la que los poderes fácticos vendieron cara su renuncia al poder dictatorial” . Y por otra parte, porque hubo una cesión o renuncia de los principios ideológicos de las fuerzas políticas de izquierda: los comunistas y los socialistas tuvieron que renunciar a sus principios fundadores, a sus reivindicaciones históricas, a cambio de la adopción de una social democracia con la zanahoria del estado de bienestar. El costo fue alto: aceptar la monarquía, el sistema capitalista neoliberal y convertirse en una plataforma guerrera asumiendo la narrativa de la defensa de occidente (OTAN), entre otras cosas.
La derecha se reagrupó amalgamando franquistas, neoliberales, católicos conservadores y redes mafiosas, reinventándose en las narrativa de la democracia liberal. Este nuevo sistema logró, sin duda, una paz y una prosperidad relativa y un bienestar generalizado pero solamente durante el tiempo en que la economía, empeñada en globalizarse, quiso sostener a las instituciones que garantizaban ese bienestar (seguro de desempleo, vivienda, educación, salud, etcétera), tal como se demostró cuando advino la crisis de 2008. Los partidos españoles que surgieron en la transición perdieron no sólo narrativa (sentido y dirección) sino su capacidad de articular a los movimientos sociales. Fue el costo de la transición que hoy, como diría Baumann, hace agua. Dice Castells: “La tan anhelada democracia se redujo a partidocracia. El control absoluto de los grandes partidos en su conjunto en su relación con la sociedad y con las empresas dejó vía libre a una corrupción sistémica que unía la financiación al aprovechamiento de los intermediarios para su propio beneficio.”
Pero también la crisis del modelo español refiere a la crisis europea. Una Unión Europea (UE) erosionada que muestre su cara más autoritaria no sólo por la separación de Gran Bretaña de la comunidad sino porque se niega a reconocer que existe una crisis estructural del sistema (gobernabilidad y legitimidad) que refleja la ineficacia de las políticas que fija Bruselas. Castells plantea que los efectos negativos de la globalización en su versión neoliberal desmantelan no sólo las prestaciones del estado de bienestar sino las identidades nacionales. La globalización neoliberal ha golpeado y empobrecido a los europeos, incluso a los países insignia (Francia y Alemania, ricos y menos desiguales); ha traído una pérdida de empleos por los procesos de deslocalización y millones de migrantes que han colapsado los servicios de salud, vivienda y educación. Pero también y sobre todo, una pérdida de identidad: al no existir un programa intercultural incluyente se diluye el carácter nacional: ¿qué es ser francés, español, inglés, rumano, húngaro, etcétera? o ¿qué significa ser “europeo” en los tiempos de la globalización?; ¿son europeos los rusos, los turcos, los ucranianos, los suizos, o los bielorusos?; ¿El espacio Schengen es un nuevo espacio civilizatorio heredero del Mare Nostrum o el Limes romano contra las migraciones de los nuevos bárbaros, los países empobrecidos de la periferia africana y del medio oriente?
La respuesta a la crisis del capitalismo (desigualdad creciente y colapso ambiental) ha sido el surgimiento de los nacionalismos en versiones varias, distintas y opuestas: en un primer momento, movimientos autónomos, de izquierda, como Podemos en España, La France insoumise (Francia insumisa) y el left behind de Corbyn en Inglaterra; o en versiones de derecha, algunas xenófobas, como el Frente Nacional de Le Pen en Francia, y también en la emergencia de un malestar social que se expresó en el Brexit, y recientemente en la movilización anti-sistema de los Gilets Jaunes (chalecos amarillos) en Francia y los movimientos xenófobos en toda la Europa occidental, desde España a Escandinavia : Vox en España; Fidesz en Hungría, Alternativa Alemana, Amanecer Dorado en Grecia, Ley y Justicia en Polonia, Partido de la Libertad en Austria, el UKIP en Gran Bretaña, el Partido del Progreso en Noruega o el Partido Sueco, etc.; que aunque minorías, se constituyen en partidos bisagras que mantienen gobiernos débiles generalmente de derecha. En ella se observa que las políticas neoliberales globalizadoras han sepultado el estado de bienestar y ahora se vive un proceso de disolución del mismo y el resurgimiento de los sentimientos nacionalistas que demandan la restauración del estado nación en sus versiones más etnocéntricas y xenofóbas.
Hasta ahora la Unión Europea o las élites que la gobiernan se han dedicado a socavar o poner “orden” ante la emergencia de los nuevos movimientos y partidos anti-establecimiento: de ahí que las élites financieras y las potencias europeas se movilizaran para bloquear todas las iniciativas “populistas” y las muestren como euroescépticas y antiglobalizadoras; tal es el caso de la demonización y aislamiento de Podemos como partido “populista” y “anti-capitalista” o de Ciudadanos cuya vena populista fue amputada y forzado a declararse neoliberal y apoyar a los partidos de establecimiento (los populares y el PSOE) e incluso negociar con los populismos de extrema derecha (Vox). En realidad, lo que existe es una desmemoria colectiva aumentada por los medios conservadores que han adoptado desde Bruselas y desde Madrid las narrativas del unionismo y el constitucionalismo. Olvidan que España nunca ha sido un estado-nación sino una conglomerado de pueblos/naciones aglutinado en torno a un fuerte centralismo de raíz castellana e imperial donde se concentran diversas posiciones que reviven disputas históricas; Franco hablaba de una España única versus la versión republicana basada en el reconocimiento de naciones en el territorio ibérico. Llama la atención que la Unión Europea hable de unionismo cuando ha contribuido a la fragmentación de Europa del este para impedir el avance turco y eslavo.
En España, la situación se aviva con narrativas radicales que hablan de la ruptura de España y de la desconexión; abrevan en las ideologías autoritarias que se niegan a reconocer las diferencias, el derecho a disentir y a decidir: los unionistas-constitucionalistas sostienen la idea de que existe una España única y que la Constitución de 1978 garantiza la diversidad de sus pueblos que, por cierto, rara vez reconocen como naciones. Cualquier ruptura de ese consenso es vista como una disrupción no sólo territorial sino social y cultural; sostienen que la jefatura del Estado en una monarquía continua siendo una pieza clave que garantiza el actual ordenamiento político (encaje territorial) y la cohesión social. Los independistas afirman que las comunidades autónomas han perdido autonomía, incluso que Madrid, el centro del poder político español, ha impedido que los estatutos autónomos logren un mayor autogobierno (como sucedió con los estatutos vasco y catalán) y que el nacionalismo castellano se ha empeñado, dicen, en debilitar o disolver las instituciones catalanas y en dar a Cataluña un trato económico desigual pese a que ésta aporta la mayor parte de la riqueza española.
La restauración de la monarquía permitió que el establecimiento franquista se reconvirtiera en una derecha centrista (Partido Popular) que nunca capituló de sus obsesiones radicales y que ahora, ante el desastre de las políticas neoliberales y del naufragio en el mar de la corrupción, se muestra dispersa en sus contradicciones y corrupciones y ha permitido que emerja un esperpento fascista como Vox o una derecha renovada, cool, encabezada por jóvenes tipo Macron, llamada Ciudadanos (especie de Partido Verde mexicano) que horrorizados ante el populismo de izquierda y la corrupción de los partidos tradicionales reinventan un nuevo conservadurismo globalizador, una especie de extremo centro derecha, políticamente correcto, que mira hacia Bruselas y el FMI. Formaciones que con el socialismo edulcorado de Pedro Sánchez han defendido el establecimiento y su Talmud: la constitución de 1978. Se apoyan en una ciudadanía muy conservadora, vieja, temerosa de perder sus cada vez menores seguridades y una juventud muy soberbia (Albert Rivera y Inés Arrimadas), nietos reloaded del rancio conservadurismo español; lo que en México se llamaría oposición fifí empoderada del tipo Peña Nieto o Ricardo Anaya.
Estas posiciones han hecho aflorar posturas añejas que muestran un repertorio de agravios históricos que no ha resuelto el actual encaje territorial y que refieren al Pacto de la Moncloa que decidió proclamar una monarquía parlamentaria (borbónica) y no una república federal constituida por estados libres y soberanos (pacto federal). También a que mientras la economía y el conjunto de la sociedad prosperaban, la cuestión catalana podía ser mediada con negociaciones favorables al nacionalismo catalán de derecha que tan bien representó el ahora impresentable Jordi Puyol y que los socialistas light de Felipe González y Alfonso Guerra administraban (cobijaban) maquiavélicamente en los años que gobernaron, eran jugadores que repartían la bonanza económica, hasta que llegó la crisis y la derecha impuso su huella con José María Aznar y Mariano Rajoy, los dos autoritarios y centralistas: uno, madrileño, pequeño Cid en los tiempos líquidos conquistando valencias inexistentes; y otro, gallego, ejemplo de la burocracia zorruna apoltronada en la vieja derecha en la que todavía habitan muchos españoles, cara al sol. Llama la atención que Aznar, ejemplo del nacionalismo castellano, llega al poder en 1996 con el apoyo de los ¡nacionalistas catalanes¡. Por su parte, Rajoy echó abajo el estatut catalán con la ayuda de la mano dura de la inefable Soraya Sáenz de Santamaría: cosas veredes mio Cid que farán fablar las piedras.
Ambas posiciones defienden la monarquía y la constitución del 78, unas porque apoyan ese otro nacionalismo llamado castellano y otras porque la monarquía les representa un gadget imprescindible en los tiempos líquidos (lo guay que es tener una familia real democráticamente hereditaria que puede codearse con las realezas de Europa sin miramientos); por tanto ambos, viejos y jóvenes de derechas, condenan cualquier separatismo estigmatizando el derecho a decidir y monopolizando las interpretaciones sobre la Constitución de 1978, la cual es puesta como inmarcesible e inmodificable (Imperio de la Ley); incluso señalan que los movimientos independentistas quiebran la “unidad” de Europa. Esta narrativa divide y escinde; olvida las lecciones tanto de la ciencia política como de los textos bíblicos: las tesis de la soberanía popular prescriben que el pueblo tiene el derecho a modificar, en todo momento, las leyes, sean buenas o malas, cuando así lo decida la Voluntad General; o las lecciones bíblicas: Moisés rompió las Tablas de la Ley cuando miró el desastre social de un pueblo que había olvidado su rumbo y volvió a las alturas del monte Sinaí para elaborar otras, con el permiso de Yavé. No se reconoce el papel democrático de la corrección y el ajuste permanente del sistema.
El procés catalán
Madrid impuso el artículo 155 (27 de octubre 2017 al 2 de junio de 2018) ; anuló la autonomía de la comunidad autónoma catalana, humilló a su burocracia y a los catalanes. Los jueces conservadores encarcelaron a algunos de sus líderes mientras otros escapaban a otros países de Europa para librarse de aprensiones y condenas injustas, politizadas. Voló por los aires el estatuto aprobado en el Parlament catalán. Las Cortes españolas y los jueces hicieron lo propio azuzados por Mariano Rajoy. Se abrieron las heridas, históricas, y el independentismo que era minoritario se volvió mayoritario y antimonárquico. La escucha sobre los reclamos identitarios fueron anulados al imponer la divisa de una España única e indivisa cuando siempre fue y ha sido plural; constituida por pueblos originarios (Euskadi, Galicia y Cataluña) con instituciones milenarias y democráticas que requieren de un reconocimiento como sujetos políticos con plenos derechos .
Bastaría con escuchar a los jueces de los tribunales españoles para tener una muestra de lo que se llamaría despotismo ilustrado o analizar el discurso del Rey; tan alejado de sus súbditos: ni una palabra en catalán y durísimo con los “rupturistas” catalanes. Y apoyando una narrativa anclada al estribillo del Estado de Derecho, inmarcesible e incuestionable, surge un enjambre de políticos unionistas, tertulianos y medios de comunicación que repiten mantras: “los que quieren romper España, ”referéndum ilegal”, “políticos presos”, “el imperio de la ley”; “los catalanes siempre quieren más”, “minorías rupturistas” y un largo etcétera, cuyo objetivo es persuadir a las temerosas clientelas conservadoras y a los jóvenes españoles desmemoriados que no adopten posturas que rompan el consenso social y que permitan que la prosperidad posfranquista reforme los desajustes que ahora se manifiestan en todo los aspectos de la vida social: desempleo, precarización de la vivienda y de las jubilaciones, corrupción institucionalizada, etcétera.
De la autonomía a la independencia
Los independentistas no son un grupo homogéneo ni un masa compacta; es un movimiento social donde convergen diferentes e incluso contrapuestas visiones políticas pero que los une su hartazgo y su desafección por un sistema que no reconoce ni satisface sus necesidades. Es un poderoso río social con muchos afluentes que conforman un cuenca política que amenaza con inundar el débil andamiaje del sistema democrático español. Como movimiento heterogéneo y lábil no es previsible porque lo que los unifica son los agravios y el coraje que genera el desencuentro con la España centralista, avivado por la crisis de legitimidad y la desigualdad social que invade España y a toda Europa. La historia de esta “desconexión” viene de lejos, la describe Borja de Riquer I Permanyer:
“Al final de la dictadura de Franco dentro del mundo del catalanismo había tres grandes corrientes: una de carácter regionalista, que ocupaba parte del espacio conservador, deseaba una Catalunya autónoma, sin demasiadas atribuciones políticas, dentro de una España regionalizada. Eran los que consi¬deraban que la nación era la española, aunque culturalmente podían formar parte de la catalanidad. Una segunda corriente era el -catalanismo federalista que concebía la fu¬tura España democrática como un régimen federal, con un Estado catalán con amplías atribuciones. Aquí se ubicaban buena parte de las izquierdas –comunistas, socialistas y una parte de los republicanos–. Defendían, siguiendo la Assemblea de Catalunya, el restablecimiento del Estatuto de Autonomía de 1932, como paso previo al ejercicio del de¬recho de autodeterminación.”
En los años de la transición, el posfranquismo, la sociedad catalana ha cambiado en cuanto a su manera de percibirse en lo que llaman encaje territorial en el Reino España; los catalanes han dejado de ser autonomistas o federalistas y ha crecido la preferencia por considerarse catalanes más que españoles-catalanes:
“La preferencia por el federalismo ha perdido a un tercio de sus antiguos partidarios, y ahora es deseada por el 20% o el 22%. El gran descenso, sin embargo, se ha producido en el autonomismo, que ha perdido a la mitad de sus antiguos partidarios. Y una transfor-mación también bastante notable se ha re¬gistrado respecto al sentimiento de identidad. Considerarse por igual español que catalán, si bien hoy todavía es el mayoritario, con un 35%, ha sufrido un descenso de 13 puntos, mientras que las identidades exclusiva y mayoritaria catalanas llegan al 22% y al 26%, respectivamente, ganando en conjunto 25 puntos. En cambio, las dos identidades ¬españolas, la exclusiva y la mayoritaria, han perdido 12 puntos entre las dos.”
Según Riquer, lo que ha sucedido en estos cuarenta años es que “… una buena parte de los catalanes considera que se ha agotado el modelo de autonomía de la Constitución de 1978, porque la Carta Magna, en vez de permitir una evolución de carácter federalista y de ampliación de las competencias catalanas, ha sido interpre¬tada por los gobiernos españoles y por el Tribunal Constitucional desde posiciones centralizadoras. Por eso hoy buena parte de los antiguos federalistas y de los autonomistas se han pasado al campo del independentismo.”
“No es cierto que nuestra sociedad (la catalana) esté hoy dividida en dos bloques similares, como repiten algunos políticos y medios de comunicación empeñados en atizar el enfrentamiento. Las encuestas muestran que el crecimiento del independentismo es muy superior al de la identidad exclusiva catalana y confirman que casi un 80% de los ciu-dadanos –los independentistas y los federalistas– quieren un profundo cambio político y reivindican el ¬derecho a decidir de¬mocráticamente el futuro de Catalunya. No admitir eso es no querer aceptar la ¬realidad.”
El nudo del conflicto catalán abreva en el río de la historia y en una incapacidad política para desatarlo. Hasta hora el poder central, Madrid, ha usado la fuerza y la violencia; la justicia para reprimir o suprimir y a los medios de comunicación para socavar la legitimidad de los opositores. Tiene que ver con la ceguera de una clase política que no quiere afrontar y conciliar puntos de vista diferentes y opuestos ni cerrar las heridas culturales que ha recibido el pueblo catalán. Dice Francesc Marc Álvaro:
“Entender la lógica del Estado profundo ante el proceso soberanista es fácil: trata el movimiento independentista catalán como trató el terrorismo de ETA, aunque no haya terrorismo. Es el mismo enfoque. Por eso, de vez en cuando, hay quien insinúa que se podrían ilegalizar los partidos independentistas o algunas entidades como la ANC y Òmnium.
El despropósito es monumental, pero es avalado por la maquinaria mediática de Madrid, con muy pocas excepciones. Pedro Sánchez es prisionero de todo esto.”
Y concluye que:
“En el nacionalismo español –que es nacionalismo de Estado–, pesa el trauma del imperio que fue, que aparece también en otros conflictos, como el de Gibraltar. Los mismos que se ríen de la nostalgia de los británicos partidarios del Brexit son adictos a la nostalgia de un imperio con tufo de naftalina y desastre del 98.”
Pero los independentistas y los federalistas deben también reflexionar sobre los límites de sus demandas y los espacios de política real que se plantean ahora y en el horizonte. La huida de los capitales cuando se proclamó la República resultó un duro golpe para el movimiento soberanista e independentista. Sus desavenencias pueden desacelerar el proceso e incluso finiquitarlo. Ahora lo importante es liberar a los presos políticos y conservar la unidad, seguir insistiendo en el derecho a decidir:
“Aunque la indignación contra la represión policial suscitó la solidaridad de los partidos progresistas como Podemos o Catalunya en Comú, con respecto a quienes defendían el derecho a referéndum, el anti-independentismo se movilizó con fuerza, tanto en Catalunya como en España. El resultado fue una división social profunda desde la que se hizo más difícil sostener el enfrentamiento con un intransigente Estado español que defendía su existencia con última energía.”
Pero las contradicciones más graves, estructurales, están en el sistema centralista no en la dispersión del independentismo o el soberanismo. Si Pedro Sánchez unido a Podemos y otras fuerzas nacionalistas no logran estabilizar a España con una nueva Constitución entonces el sistema democrático español se hundirá. Lo señala Castells:
“El actual Estado español, entronizado en una monarquía de dudosa legitimidad en su origen. Incapaz de expresar una realidad plurinacional y desvirtuado por la corrupción de una derecha que aún controla los poderes fácticos, vive al borde de una crisis constitucional que podría poner en peligro la convivencia ciudadana”.