Por Katya Ortega.
“El arte no comienza con las manos, sino con una idea: el alma visualizando lo que el mundo aún no puede ver.”
Antes de que se alzaran las guillotinas,
antes de que la Bastilla se derrumbara y los reyes temblaran, Francia fue una visión. Un sueño.
No de coronas ni imperios, sino de algo más radical:
Un mundo nuevo, tallado con justicia, sostenido por la razón, pintado con los colores de la libertad.
Como toda gran obra de arte, la Revolución no comenzó en las calles, sino en las almas que se atrevieron a imaginar lo que aún no existía.
Y cuando esa visión se hizo cuerpo, verbo y pueblo, Francia ya no era un lugar en el mapa, sino una idea en marcha.
Si Francia fuera una persona, sería el artista rebelde de Occidente, y su pintura más audaz, más conmovedora: la revolución.
Dicen que la pintura es un arte que transmite mucha paz, porque permite que la imaginación vuele con cada pincelada.
Pero no toda obra nace de la paz.
Hay pinceladas que brotan del caos, del duelo, de una necesidad de romper el lienzo del mundo.
En pintura, la técnica correcta para crear luz no empieza con el blanco, sino con la sombra.
Es en los tonos más oscuros donde nace la profundidad, y solo desde allí, con paciencia y con visión, se va formando la luz.
Un gran artista al que admiro mucho alguna vez me dijo:
“Las pinceladas no salen como las planeamos… salen perfectas para la posteridad.”
Así fue la historia de Francia:
Un trazo rebelde sobre un fondo sombrío, una luz emergiendo desde la oscuridad, como si el alma de un artista hubiese decidido redibujar el mundo.
-De imperio a símbolo: Cuando la pintura se hizo revolución.-
“Todo acto de creación es ante todo un acto de destrucción.”
— Pablo Picasso
Francia nació como muchas otras naciones: entre reyes, castillos y guerras.
Durante siglos fue un reino gobernado por la idea de que el poder venía de Dios y se concentraba en una sola persona, generación tras generación.
Pero llegó un punto en el que, incluso bajo los techos dorados del palacio de Versalles y en los bellos jardines inspirados en la opulencia del palacio Pitti en Florencia, Italia, el pueblo moría de hambre.
La historia francesa se escribió con hambre, con filosofía, con guillotinas y sangre.
El Siglo de las Luces no solo encendía lámparas: encendió conciencias.
Grandes pensadores comenzaron a divulgar las ideas de la Ilustración, y así, mientras Voltaire atacaba la superstición, Rousseau defendía la voluntad del pueblo y Montesquieu hablaba sobre división de poderes, una nueva Francia empezaba a latir, invisible, en cada libro prohibido, en cada panfleto clandestino, en cada idea que cuestionaba lo eterno.
Finalmente, en 1789, bajo el grito de “Liberté, Égalité, Fraternité”, una vieja prisión llamada “La Bastilla” fue tomada por el pueblo; pero la Bastilla no fue lo único que se derrumbó: el viejo mundo colapsó.
El 14 de julio no solo se conmemora la Revolución Francesa: también el nacimiento de una nueva forma de existir, de un nuevo mundo, de una de las transformaciones más profundas en la historia de la humanidad.
La revolución implicó guillotinas, sangre, asambleas y caos, pero también el nacimiento de derechos.
La ejecución del rey y la reina le gritaron al mundo, por primera vez, que un pueblo se había proclamado soberano.
El poder ya no era divino: debía ser racional y representativo.
Las nociones de constitución, sufragio, república y separación de poderes se globalizaron desde París.
Francia apostó por un Estado fuerte, con políticas públicas enfocadas en educación, ciencia, salud y cultura. El niño francés no solo aprendía a leer: aprendía a ser libre, a razonar, a no estar de acuerdo.
El laicismo se convirtió en la base del modelo republicano, y el francés en lengua de diplomacia, ciencia y arte.
El modelo francés marcó una vía distinta a la anglosajona: el progreso no solo es económico, también es civilizatorio.
Desde entonces, Francia no ha dejado de reinventarse: Aunque enfrentó retrocesos —como la restauración monárquica o el imperio de Napoleón—, fue república, testigo de guerras mundiales, campo de batalla, centro de resistencia,refugio, cuna de artistas y bandera de derechos.
Pero en cada rostro, en cada siglo, ha sido fiel a su legado: ser el país que enseñó al mundo lo que es una república y a sostener con dignidad una palabra que antes solo susurraban:
“Libertad”
-Francia más allá de sus fronteras: inspiración, espejo y herida-
El lema “Liberté, Égalité, Fraternité” no quedó en Francia: se volvió un grito universal.
El siglo XIX fue testigo de cómo las ideas francesas sacudieron imperios, desde el zarismo ruso hasta el virreinato mexicano.
Se atribuye a Napoleón Bonaparte la frase:
“Con dos generales como Morelos, conquistaría el mundo.”
Verdadera o no, esa afirmación refleja el reconocimiento europeo al talento militar y liderazgo del insurgente mexicano.
Francia no solo vio en América una tierra de conquista, sino también una de inspiración.
Benito Juárez, Melchor Ocampo y otros intelectuales se vieron fuertemente influenciados por los principios de la Ilustración francesa.
Y Porfirio Díaz, aunque autoritario, también admiraba a Francia: mandó edificar monumentos inspirados en París y cultivó las relaciones diplomáticas.
Ya en el siglo XX, tras la Revolución Mexicana, Francia acogió a numerosos exiliados, artistas e intelectuales mexicanos.
Hoy, México y Francia cooperan en áreas como educación, energía, cultura y medio ambiente.
Aunque sus caminos han tenido choques históricos, comparten un legado común: la convicción de que los pueblos pueden y deben autogobernarse.
-La revolución eterna-
Francia no conquistó con espadas, sino con pinceles, plumas y acordes.
Fue el artista que, en medio del caos, se atrevió a imaginar un mundo nuevo… y lo dibujó con sangre, ideas y fuego.
Francia no es solo un país. Es una idea: la de que el poder debe justificarse, el privilegio debe rendir cuentas y la libertad no se mendiga.
Su revolución no fue perfecta, pero fue necesaria.
Y su legado no pertenece solo a Europa: pertenece a cada persona que, en cualquier parte del mundo, se atreve a decir “no” al abuso,“sí” a la justicia y “aún” a la esperanza.
Porque mientras haya quienes luchen por sus derechos, Francia —esa chispa que incendió la libertad— seguirá viva.