Es la pasión, así sin más
Eso se lleva con uno hasta la muerte
Con la periodista Sonia Morales, a Apaseo El Grande
En la UNAM, Buendía y Scherer García me advirtieron, en su momento, que no aprobaría la materia que con ellos cursé
Proceso, de “hueso” a codirector con Julio Scherer
El periodista Gerardo Galarza.
Carlos Alberto Duayhe
Gerardo Galarza tuvo la gran generosidad de contestar -muy a su manera, como suele ser- un cuestionario en torno a su vasta carrera periodística: 50 años, nada más, en Proceso, Notimex, El Universal, hasta culminar en Excélsior; carrera y vida compartidas plenamente con quien fuera su compañera, otra enorme periodista y catedrática de la UNAM, Sonia Morales. Difícil suponer el gran prestigio y peso en la vida pública, económica y social de nuestro país e incluso del exterior, sin muchos de los trabajos de Gerardo, quien para fortuna nuestra, sigue y sigue en los caminos de la vida, uno de ellos, inherente a su ser, valga decirlo de nuevo, el periodismo, la pasión, así sin más.
De niño
Dos meses antes de cumplir 10 años -entonces estaba en cuarto año de primaria- me di cuenta de que las palabras escritas sirven para hacer historias.
En ese entonces mi padre, por órdenes de mi madre, me compraba el Ovaciones para evitar que leyera el Excélsior, que llegaba todos los días a eso de las dos de la tarde a la casa de mi abuelo materno, envuelto en papel estraza como si fuera un chorizo, proveniente de la estación del tren.
Mi santa madre quería velar por la salud de mi alma, que ella creía que podría verse amenazada por las noticias que divulgaba un periódico.
El Ciclón Arruza
El 21 de mayo de 1966 en el Ovaciones, el deportivo, claro, leí la nota de la muerte, en un accidente de tránsito, del torero y rejoneador Carlos Arruza, sobrino del poeta León Felipe, en la carretera Toluca-México, a quien había visto, por televisión, rejonear en la Plaza México.
Al autor de la nota decidió que el formato de su texto fuese el de una carta, en el mejor de los usos de la crónica taurina impresa. Lamento profundamente no recordar a su autor. Confío que, si me alcanza vida, algún día alguna hemeroteca me permita saber de ese reportero autor.
Aquella carta estaba dirigida precisamente a El Ciclón Arruza y en ella su autor le contaba como había ocurrido el accidente en el murió, sus actividades previas y las que se preveían después.
Fue una especie de revelación, de epifanía y de desconcierto. ¿Cómo era posible que alguien le escribiera una carta a alguien que ya había muerto? ¿Deveras quería y creía el autor que el muerto leyera su crónica? ¿Había servicio de correo para los muertos?
Aquella lectura tuvo un primer efecto: olvidé mi deseo de ser médico; nunca quise ser bombero, porque en ese entonces mi pueblo ni bomberos teníamos, tampoco arquitectos ni ingenieros; vamos, ni abogados… Mi descubrimiento de la palabra escrita.
Las primeras páginas
Cinco años después me sumé, como ya lo he contado en otros espacios, a un grupo de jóvenes de mi pueblo que hicieron un periódico quincenal llamado Juventud 71, que ellos, nosotros, lo hacíamos todo: lo planeabamos, vendíamos publicidad, lo ordenabamos, lo reportéabamos, lo escribíamos, lo imprimíamos (en mimeógrafo), lo vendíamos y gastábamos las ganancias en cigarros (Delicados sin filtro, Del Prado, Baronet, quizás Raleigh). Así cada dos semanas.
El “modelo de negocio” se repitió, con parte del mismo equipo y otros nuevos que se agregaron, en 1972 con la revista mensual Caminante; en 1973, con el quincenal Pueblo; y después con Andehe, uno de los nombres originarios del pueblo, entonces y hoy llamado Apaseo el Grande, Guanajuato.
A la UNAM
Entonces, ya no me quedó de otra que ir, en 1974, a la UNAM a estudiar Periodismo y Comunicación Colectiva, según se llamaba la carrera en ese entonces.
En la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM tuve, entre muchos otros, a profesores del tamaño de Gustavo Sáinz, Hugo Gutiérrez Vega, Miguel Ángel Granados Chapa, Froylán M. López Narváez, Alberto Dallal, Marie Claire Acosta, don Rafael Herrerías, Julio del Río Reynaga, Manuel Buendía, Julio Scherer García.
Buendía y Scherer García me advirtieron, en su momento, que no aprobaría la materia que con ellos cursé. Me advirtieron mi dispersión, mi indisciplina, mi inconsistencia. Ambas las aprobé; los dos profesores me felicitaron a la hora de entrega de califificaciones, no sin antes decir que no sabían como fue que lo conseguí.
A Proceso, de “hueso”
De la clase de Scherer García llegamos a la revista Proceso María Esther Ibarra y Fernando Ortega Pizarro, invitados por el profesor, y yo como colado luego de una práctica en la agencia CISA. Semestres más adelante llegaron Sonia Elizabert Morales y Pablo Hiriart.
Los cinco llegamos como “reporteros de guardia”, lo que antes eran llamados “huesos”, auxiliares de la Redacción.
En la Redacción de la calle de Fresas # 13 tuve como maestros o al menos modelos de reporteros a, entre otros, Paco Ortiz Pinchetti, Elías Chávez, Rodolfo El Negro Guzmán, Pepe Reveles, Miguel Cabildo, Paco y Armando Ponce, Emilio Hernández, don Paco Fe Álvarez, don Polo Gutiérrez, Pedro José Alisedo, Ignacio Nacho Ramírez, Emilio Viale, y uno grande, grande: Vicente Leñero, llamado El Leñas, ingeniero, escritor, dramaturgo, guionista de cine y de telenovelas, pero sobre todo reportero. Y otros más que también aportaron.
Y ahí compartí vida, créditos y, sobre todo, oficio con periodistas como Pascal Beltrán del Río, Carlos Acosta Córdova, Isabel Morales, Lucía Luna, Óscar Hinojosa, Fernando Ortega Pizarro, Rodrigo Vera, Homero Campa, Salvador Corro, Guillermo Correa y otros más como Felipe Cobián.
Notimex, El Universal, Excélsior
Luego, tuve la oportunidad y dicha que compartir espacios laborales en Notimex, El Universal y Excélsior, con periodistas de la talla de Fabiola Guarneros, Daniel Moreno, Roberto Rock, Marco Gonsen, Pepe Carreño Figueras, Salvador Camarena, Jaime C. Vega, Víctor Manuel Torres, Lorena Rivera, Raquel Peguero, Adela Mc Sweeney, Ivonne Melgar, Leticia Robles de la Rosa, Ximena Mejía y, por supuesto, el gran Róber Velázquez. Y otros que sólo fueron mis compañeros de “fuentes” o de coberturas periodísticas como Roberto Zamarripa, Alejandro Caballero, Pepe Vilchis; los Jorges Camargo, Teherán y Reyes Estrada. Sé que hay muchos más nombres, a los que les pido disculpas si se sienten excluidos. Ya saben que el espacio periodístico es restringido y, principalmente, la memoria no responde cuando se le requiere.
Lo digo: la generosidad que la vida tuvo conmigo.
Anécdotas, todas: 50 años de ejercicio periodístico
¿Anécdotas? Todas. Ya habrá tiempo y espacio para contarlas. Uf, son más de 50 años de oficio periodístico. Y también imaginen lo que pudo ocurrir jugando dominó con Vicente Leñero, Carlos Puig, Rubén Cardoso, Efrén Maldonado, Elías Chávez, Froylán M. López Narváez, Carlos Marín y otros más cada jueves y viernes en los “cierres” de Proceso. Ahí, nadie se doblaba a la primera.
Y mil más.
Me quedó con una, que ya conté en Excélsior en mi columna “La Estación”, en enero del 2015, ante la muerte de don Julio. Así lo escribí:
“A fines de los años ochenta o principios de los noventa recibí la conocida llamada telefónica de la Helen (Elena Guerra, su fiel secretaria, Helena de Troya, decía él para quien lo entendiera) para que me presentase en su oficina. Quienes debíamos subir los escalones de aquella escalera sabíamos que una llamada así significaba que algo muy bueno o muy malo habíamos hecho. Me preocupé; había escrito algo sobre don Daniel Cosío Villegas, uno de los personajes de su altar personal. Supuse que había cometido algún error o que alguno de los entrevistados se habría quejado de lo publicado.
“Me recibió exultante: ¡Carajo don Gerardo, qué textazo se aventó! Gracias, don Julio. ¡Nooo, nooo, ni madres; dé gracias a su trabajo! Gracias, don Julio. Sus palmadas en mi espalda dolían en los pulmones. Ya conseguí un mes sin el estrés de la exigencia informativa, pensé como pensábamos todos los que éramos felicitados así.
“A borbotones, dijo algo así como: Mire le voy a hacer un regalazo, usted se lo merece. Para mí significa mucho y usted se lo merece. Sepa usted que don Daniel recibió una carta personal de Gustavo Díaz Ordaz, cuando era presidente, por un artículo publicado en Excélsior sobre el 68. Díaz Ordaz le pidió que esa carta no debería conocerla nadie, mucho menos publicarse.
“Don Daniel cumplió. Luego de su muerte, su viuda la encontró en su archivo personal y me la entregó porque —me dijo— que la merecía. Le voy a dar una copia, estará en buenas manos, usted también se la merece, decía y repetía mientras buscaba y rebuscaba en su archivo personal.
“Llamó a Helen, le pidió ayuda. Ambos buscaban y rebuscaban y la carta no aparecía.
“Me apené. Y dije: don Julio, no se preocupe, le agradezco la intención, cuando la encuentre me la regala. ¡Nooo, nooo, usted debe leerla, debe conocerla; lo merece! Yo conozco esa carta, dije. ¡¿Cómo?! Sí, yo ya la leí… Y don Julio explotó como cuentan los griegos que Zeus explotaba. Roja la cara, los brazos como aspas de molinos de viento, el pelo electrizado y gritó: ¡Usted no puede conocer esa carta, don Gerardo! ¡Nadie la ha leído más que su autor, don Daniel, su esposa y yo! ¡Si usted la leyó quiere decir que usted ha revisado mis archivos, sin ningún derecho! ¡Eso significa que usted ha violado mis archivos, mi intimidad; eso se llama deslealtad, se llama traición, señor Galarza! ¡Y usted debe saber lo que eso significa!
“Elenita estaba desencajada. Me atreví a decir: Esa carta está publicada, por eso la leí. Desaté una nueva oleada de furia. Aproveché una pausa y salí de su oficina. Al bajar los escalones pensaba en dónde podría encontrar una caja para sacar las cosas de mi escritorio. Minutos después apareció la fiel Helen: ¿Te puedo ayudar en algo? Gracias, no, no sé cómo. ¿Dónde leíste la carta? No sé, no lo recuerdo. Recuérdalo. No pudo ser más que aquí, debió publicarse, aquí en la revista. ¿Cuándo? No tengo ni la más puta idea. Tal vez está en uno de los libros que hemos editado. ¿Cuál? Pues el del 68. Se fue la Helen. Regresó: No lo tenemos, está agotado. Déjame ver si tengo uno en la casa, dijo temblando solidariamente Elenita, quien vivía a unos 50 metros de las oficinas de la revista del señor Scherer.
“Seguía empacando cuando Elena Guerra apareció con un ejemplar del libro 1968, el principio del poder, en cuya portada original se reproduce una fotografía de Rogelio Cuéllar, y es una recopilación de lo publicado en aquel Proceso, en una edición del gran Federico Campbell, con motivo del décimo aniversario del 2 octubre de 1968.
“Lo hojeé y lo ojeé. En la página 83 de aquella primera edición, precedida por una caricatura de Rogelio Naranjo, aparece la reproducción de una carta de Gustavo Díaz Ordaz enviada el 16 de agosto de 1968 a don Daniel Cosío Villegas.
“¡Gracias! ¡Por favor, enséñasela! No, llévaselo tú, me dijo. No me va a dejar entrar. ¡Llévaselo tú! Subí, entré a su oficina y dije: Señor Scherer, esta es la carta que yo leí y conozco, ninguna otra. En la antesala, de pie, Elenita preguntó: ¿Qué te dijo? Nada, dije.
“Cinco, diez minutos o los que hayan sido, después, rojo el rostro, las manos en los bolsillos, el pelo sólo alborotado como siempre, otro don Julio: ¡Don Gerardo, perdóneme, tenía usted razón! Me dio un abrazo. No le pude decir nada. Me insistió en que él no recordaba la publicación de esa carta, que lo perdonara. No recuerdo qué respondí. Creo que no respondí nada. Ante situaciones como ésta, Scherer solía decir: “Dentro de 20 años ni quién se acuerde”.
“Al día siguiente me entregó, a cambio de la copia de la carta que no encontraba, fotocopias de las páginas del entonces casi inconseguible ensayo La crisis de México de don Daniel Cosío Villegas, escrito en 1946 y publicado en marzo de 1947, en los Cuadernos Americanos, que dirigía don Jesús Silva-Herzog padre, el primer gran texto crítico contra los gobiernos posteriores a la llamada Revolución Mexicana.
“La pasión. Así, sin más.
“Por supuesto que conservo esas fotocopias, como libros de Antonio Tabucchi, José Saramago, Martín Luis Guzmán, Shusaku Endo, Kenzaburo Oe, y de otros más que generosamente compartió, o el CD con la Novena Sinfonía de Beethoven, con la Orquesta Sinfónica de Berlín, dirigida por Herbert von Karajan, enviado en el pleno momento de angustia personal y familiar.
La pasión, pues.
“Por eso, a la hora de los adjetivos, me quedo con el resumen de hechos que Sonia Morales, reportera por 20 años de aquella su revista y su adjunta en la cátedra universitaria, hizo en Facebook ante su muerte: tuvimos al mejor reportero en la dirección”.
Codirector de Proceso
Años después, en noviembre de 1996, don Julio Scherer García me nombró codirector de la revista Proceso. Nunca me dijo porqué y yo tampoco se lo pregunté. Tampoco me dijo porque me destituyó de ese cargo, junto con Paco Ortiz Pinchetti y Carlos Puig. Luego, los tres tuvimos que abandonar Proceso, por diferentes causas y en momentos distintos.
Luego vinieron Notimex, El Universal, y Excélsior: también fueron años felices en lo personal y en lo profesional. Nuevas ilusiones, nuevos retos, nuevas historias, nuevas anécdotas. Muchas. Habrá que escribir sobre ellas.
Con la periodista Sonia Morales, a Apaseo El Grande
En junio del 2018 decidí optar por obtener mi pensión en el IMSS y salir de la Redacción de Excélsior. Sonia ya había renunciado a la cátedra universitaria en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y decidimos venir a vivir al Bajío guanajuatense.
Nunca he renunciado al periodismo: no conozco exmédicos o exarquitectos o exingenieros, muchos menos existen los exreporteros… eso se lleva con uno hasta la muerte, como dice en una de sus canciones mi paisano José Alfredo Jiménez.
Maria Kodama y Borges en México
POR GERARDO GALARZA · 28 DE MARZO DE 2023 Porcierto.com.mx, la aldea de la iformacion
Ahora que ha muerto María Kodama, la viuda de Jorge Luis Borges, la memoria me ha traído un viejo recuerdo: la única tarde en la que fui Jefe de Prensa, por decirlo así y porque así fue.
En privado ya había escrito sobre ello, pero ahora resulta que no encuentro esa confesión.
Fue el sábado 22 de agosto de 1981. Ese día Borges viajó de Buenos Aires a México, donde iba a recibir el premio “Ollin Yoliztli”, en el Primer Festival Internacional de Poesía, en Morelia, Michoacán.
Sonia y yo viajábamos en nuestro vocho 1974 rumbo a Apaseo el Grande, a pasar el fin de semana con mi familia. Sonia iba en silencio enfurruñada; bueno, más: encabritada; peor aún: verdaderamente encabronada, en silencio y con la mirada volteada hacia la ventanilla de su portezuela.
Absolutamente callada. Un amigo común, que aprovechaba el “aventón” nos acompañaba. Y ya para entonces, yo ya entendía cuál era la mayor causa de su silencio.
Recorríamos el Periférico de Sur a Norte: yo sabía la causa de su enojo. Creía haberla convencido de que su deseo de una entrevista exclusiva con el escritor argentino podía realizarlo a partir del lunes. Pero, no.
Entonces a la altura del Periférico y Calzada Vallejo, donde entonces existía una vuelta en “U”, pues di vuelta en “U”.
E iracunda reclamó: ¿Por qué te regresas? ¿A dónde vamos? Al aeropuerto, dije, ¿todavía llegamos o no? Por supuesto que no respondió.
Llegamos al Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, entonces llamado Benito Juárez. Nos dirigimos a la oficina de la asociación de reporteros que cubrían en aeropuerto (yo lo “cubrí” durante un tiempo) y con nuestras credenciales obtuvimos, incluso para nuestro amigo, gafetes para entrar a la sala internacional (esa era la usanza de entonces) para esperar el vuelo de Aeroméxico donde llegaría Borges.
Los pasajeros comenzaron a bajar a través de un “gusano” que los dejaba en la sala, y bajaron todos excepto Borges, quien venía acompañado por María Kodama.
Era sábado. Había muchos reporteros suplentes y muchos reporteros de las secciones de cultura, todos más o menos inexpertos, en los manejos reporteriles del aeropuerto. La presencia de la reportera de la revista Proceso no les causaba ninguna sorpresa a sus compañeros de su “fuente”. A mí no me conocían los suplentes ni muchos de la “fuente” cultural.
Borges no bajaba y se me ocurrió entonces recorrer el “gusano” rumbo a la puerta de avión. Ahí lo encontré, de pie, junto con María Kodama. Las aeromozas seguramente querían ya irse y prácticamente me los entregaron. La señora Kodama estaba muy nerviosa o eso mostraba. Yo abracé a Borges para conducirlo por el pasillo del “gusano”, para evitar que se tropezara contra cualquier obstáculo.
Apenas apareció al final o al principio, como se quiera, del túnel cuando una turba de fotógrafos y camarógrafos se le abalanzaron. María Kodama estaba francamente asustada.
Levanté el brazo con el que no rodeaba a Borges. Y grité, lo que me sale muy natural desde siempre, algo así como: ¡Compañeros, orden, por favor! ¡Abran paso al maestro! Fotos y preguntas al aire inundaban, como se dice en estos casos, el ambiente.
Y me atreví: ¡A ver, si hay orden el maestro les va a contestar! Y logré llevar a Borges hasta un asiento de la Sala de Espera, de aquellos que eran de metal y cuero curvado. Ya sentado, conmigo a su lado, dije: ¡Silencio, por favor! Como ustedes comprenderán el maestro viene muy cansado de su viaje desde Buenos Aires, pero les contestará dos preguntas, sólo dos, así que pónganse de acuerdo…
Mientras, ví a Sonia hablando con María Kodama. Y pensé: ya la hizo. Sonia quería una entrevista exclusiva con Borges y siempre se salía con la suya. Mientras yo entretenía a los demás reporteros y con la mirada me aseguraba que Sonia había conseguido lo que quería.
Borges contestó a dos o tres preguntas, cuando de repente apareció Juan José Bremer, entonces director de Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL), y más que a Borges me veía a mí. Supuse que me creyó empleado del INBAL, sobre todo cuando le presenté a Jorge Luis Borges y luego a María Kodama.
Bremer y sus ayudantes se hicieron de Borges y Kodama y los condujeron por una escalera hacía la pista donde estaba el avión y a donde había llegado un automóvil oficial para transportarlos a su hotel.
Amable y educado como siempre fue, Bremer volteó a verme para darme las gracias y me preguntó mi nombre. Se lo dije y agregué el apelativo de “reportero de Proceso” y su cara se cuadriculó y deslavó, por decirlo de alguna manera. Se regresó y dijo: ¿Cómo? Y nuevamente le di mi nombre y mi “adscripción”.
Nuevamente dijo: Muchas gracias.
Salimos de aeropuerto y retomamos nuestro viaje. Por la noche, en algún noticiario de televisión se reprodujeron imágenes de la llegada de Borges a México y en la que yo aparecía “protegiendo” al escritor de la turba de reporteros.
Sonia me dijo entonces: “¿Cómo se te ocurrió?, pinche Gerardo”.
Luego, el miércoles 26, hizo su entrevista de sólo cinco preguntas, porque esa fue la condición, y cada vez que ella hablaba, Borges la contaba como pregunta, y a la que le llevó dos cajas de chocolate en tablillas, porque María Kodama le dijo que a su marido le gustaba mucho con agua y que dónde podía conseguirlas.