Desafió las advertencias de su madre y se fue a vivir con el ídolo, en un México que comenzaba a adorarlo como mito
María Guadalupe Torrentera y Bablot —Guadalupe Torrentera—, fue una figura clave en la vida de Pedro Infante. Como periodista, tuve la fortuna de conocerla y departir con ella y su hija, Lupita Infante, gracias a su sobrino y biógrafo José Ernesto Infante Quintanilla, quien generosamente me introdujo en su círculo familiar. Una de las tres mujeres que compartieron el corazón del ídolo de México —las otras públicamente fueron María Luisa León Rosas e Irma Dorantes—, vivió con él uno de los episodios más significativos y peligrosos de sus vidas. El desplome de una avioneta Cessna T-50, piloteado por el propio Pedro, en su regreso de Acapulco a México, casi les costó la vida y resultó en la colocación de una placa de platino en la cabeza del reconocido actor e intérprete, además de que exhibió públicamente su relación sentimental, que hasta entonces se había mantenido relativamente discreta. Con su fallecimiento este viernes en la Ciudad de México, se apaga una de las últimas testigos de aquel México irrepetible, dejando un legado que trasciende en la memoria de quienes compartieron su vida con el ídolo inmortal
Alberto Carbot
María Guadalupe Torrentera y Bablot, nació en el corazón de Tacubaya, el 2 de noviembre de 1931. Hija de Ernesto Torrentera Linaje y Margarita Bablot Morales, creció en un hogar numeroso, rodeada de hermanos y hermanastros, bajo el eco de un linaje artístico. Su bisabuelo, Alfredo Bablot, músico y periodista francés, había dirigido el Conservatorio Nacional de Música y fundado varios periódicos, que capturaban el pulso de México, legándoles una pasión por el arte.
Desde niña, danzaba. Sus movimientos, cadenciosos, ágiles y llenos de vida, la llevaron desde temprana edad a los escenarios de la capital, donde el público la bautizó como la muñequita que baila.
“Era guapa, con una figura bonita, petite, como buena bailarina; tenía un encanto especial, una dulzura que te envolvía”, recuerda José Ernesto Infante Quintanilla, sobrino de Pedro Infante y biógrafo oficial de la familia, autor de Pedro Infante. El Ídolo Inmortal. A los 11 años, el cine le abrió sus puertas con Historia de un gran amor (1942), donde cruzó miradas y algunas frases corteses por primera vez con ese joven actor y cantante, cuya simpatía y presencia, ya encendían los corazones de sus admiradoras.
En aquel rodaje, Guadalupe apenas si registró a Pedro, quien interpretaba el tema principal. No imaginaba que sus destinos se entrelazarían después. Los encuentros se sucedieron: en la radio XEW, en los pasillos de los foros, hasta que, en 1945, cuando apenas contaba con 14 años, el Teatro Follies Bergere los unió. Ahí ya era ella La muñequita, y en ese lugar comenzó su historia personal con Pedro. Ese escenario, con sus luces titilantes, fue el germen de un amor que México también recuerda.
Pedro Infante, de 28 años, la cortejó con una sonrisa que desarmaba y una voz que envolvía. Ignorante de que él estaba casado con María Luisa León, la joven se rindió a un amor que prometía ser eterno. “Me dijo que Pedro la hizo muy feliz, pero también la hizo sufrir por su debilidad con las mujeres. Era como subirse a una montaña rusa: una experiencia vertiginosa: intensa, hermosa, pero a veces te dejaba el corazón en pedazos”, comparte José Ernesto, reflejando la pasión de una relación tejida entre ensayos, filmaciones, noches de mariachi y rumores, pero sostenida por cimientos frágiles.
Con la valentía de la juventud, desafió las advertencias de su madre y se fue a vivir con Pedro, en un México que comenzaba a adorarlo como mito. Ella, a su lado, era una mujer tanto amada como oculta. Dos accidentes aéreos pusieron a prueba su vínculo. El más grave ocurrió el 22 de mayo de 1949, cuando el avión Cessna T-50, piloteado por el propio Pedro se quedó sin gasolina tras un viaje a Acapulco e intentó un aterrizaje forzoso cerca de Zitácuaro, Michoacán. Sin embargo, el terreno irregular provocó que el avión se estrellara de manera brutal. Él, con una fractura grave en la cabeza, logró salir de entre los restos retorcidos para rescatar a Guadalupe, que yacía inconsciente y grave. Bañado en sangre, caminó varios kilómetros hasta encontrar auxilio. Aquel evento desafortunado —que paradójicamente se tradujo también en un acto valiente que selló su amor—, casi les costó la vida y dejó a Pedro con secuelas permanentes, incluida la colocación de una placa de platino en el cráneo.
Todo mundo supo que había otra mujer en la vida de Pedro Infante
El accidente también expuso su relación al escrutinio público. Todo México supo que —además de María Luisa León—, ella era la mujer que compartía el corazón de Pedro Infante. Los rumores crecieron, pero de su unión nacieron tres hijos: Graciela, Pedro Jr., y Guadalupe. Graciela, nacida en 1947 o 1948, murió a los 15 meses por poliomielitis, una pérdida que desgarró a Guadalupe. Pedro Jr., nacido en 1950, heredó el carisma de su padre, mientras Lupita Infante, nacida en 1951, se dedicaría a preservar su legado. “Es una mujer firme, siempre ha cuidado la memoria de Pedro, y con su madre siempre tuvo una conexión especial. Guadalupe estaba muy orgullosa de ella. Sus hijos fueron un ancla en medio de las tormentas”, señala su sobrino.
En 1952, tras siete años, la verdad irrumpió. Ella, en el departamento que compartían en el edificio de Álvaro Obregón 153, en la colonia Roma, descubrió que Pedro seguía casado con María Luisa León y comenzaría luego un romance con Irma Dorantes. La revelación fue un golpe al alma. Enfrentó a Pedro y, con dignidad, puso fin a su historia. “Ya no quiero ser la otra señora”, declaró, cerrando la puerta a un amor que la había definido. La ruptura desató un escándalo mediático y familiar, amplificado por la furia de su madre, Doña Margarita, quien, en un gesto de rabia, intentó incendiar la casa de Pedro, ubicada en Enrique Rébsamen 728 en la colonia del Valle.
Pese a la separación, él mantuvo su compromiso como proveedor y padre amoroso. “Nunca los dejó desamparados. Les enviaba dinero, pagaba sus escuelas y se aseguraba de que tuvieran lo necesario. Guadalupe me lo decía: Pedro siempre cumplió con ellos”, asegura José Ernesto Infante, destacando una faceta de su tío, quien equilibraba su vida tumultuosa con un gran sentido de deber.
Ella buscó sanar. Se casó después con León Michel, locutor que le ofreció calma y ternura, y con quien tuvo tres hijos más: Lucero, León, y Eva. Su matrimonio, que duró 19 años, fue un refugio tras la intensidad de su vida con Pedro. Aunque se divorciaron, Guadalupe nunca volvió a casarse ni a amar con la misma entrega.
Su corazón, quizás, seguía atado a los recuerdos de aquel amor primero. Pedro no dejó de buscarla, rogándole que dejara a Michel. El ejemplo fue un encuentro vial durante la filmación de ATM: ¡A toda máquina! que lo ilustra:
“Me contó que Pedro la vio en un coche con León. Andaba en su moto, como comandante de tránsito, con Lino Sandoval y otros compañeros. Se acercó, respetuoso, y le dijo: ‘¿Qué haces, reina? ¿A dónde vas?’. León estaba nervioso, pero Pedro sólo la saludó, cruzó algunas palabras sobre los niños y se fue”, relata José Ernesto. Guadalupe resistió, pero al final de su vida reveló que, si Pedro no hubiera muerto en 1957 en el accidente aéreo de Mérida, tal vez habría cedido. Su pérdida dejó un silencio que remplazó el “qué pudo haber sido”.
Más que la compañera de Pedro Infante
Ella fue más que la compañera de Pedro Infante. En el cine, destacó con roles como Azelma en Los miserables (1943) y Irene en La vida inútil de Pito Pérez (1944). Su carrera, aunque no tan brillante como la de Pedro ni tan extensa como la propia Irma Dorantes, destacó en la Época de Oro. Tras un largo receso, regresó después en los años 80 y 90 con filmes como Un ingeniero en la capital (1999) y El callejón de los cholos (2002), demostrando que su talento seguía intacto.
Al paso de los años participó en múltiples homenajes a Pedro Infante, compartiendo anécdotas que enriquecieron el trabajo biográfico de su sobrino José Ernesto. “Me acompañó a eventos de mi libro, siempre me animaba. Era una mujer que, no obstante las heridas, no guardaba rencor”, recuerda.
Pese a los disgustos por su doble vida, la madre de Guadalupe, Doña Margarita, llegó finalmente a perdonar a Pedro, y admiraba su don para conectar con la gente, especialmente con las personas mayores, haciendo que todas se sintieran escuchadas y respetadas.
Tras su divorcio con León Michel, Guadalupe Torrentera eligió la soledad, quizás porque ningún amor podía igualar lo vivido con Pedro. Apareció en eventos conmemorativos, siempre con una sonrisa que ocultaba cicatrices. En 2018, junto a su hija Lupita, ofreció una entrevista en Janett Arceo y la mujer actual. Con voz templada, evocó su amor sin rencor. “Si no hubiera muerto, tal vez habría vuelto”, reveló, condensando una vida de amor, decepciones y aceptación. México sintió, en sus palabras, el peso de una era que se desvanecía.
En sus últimos años, vivía en la quietud de la reflexión. Su hogar guardaba fotos de sus seis hijos, carteles de sus películas y retratos con Pedro, testigos de una vida apasionada.
Ella no fue únicamente la musa de un ídolo; fue una bailarina que conquistó escenarios, una actriz que apareció en las pantallas cinematográficas y, sobre todo, una madre que amó sin reservas. Su bisabuelo Alfredo, desde su tumba en el Panteón Civil de Dolores, habría aplaudido su trayectoria. Películas como Coqueta (1949) y Secta satánica: el enviado del señor (1989) muestran su versatilidad, desde sus días como niña prodigio de la danza, hasta sus últimos roles.
Guadalupe Torrentera enfrentó con entereza episodios muy duros en su vida. Por ejemplo, se vio impedida de asistir al funeral de Pedro en abril de 1957, por respeto a Irma Dorantes y sobre todo a María Luisa León, y reflejó su compromiso con su familia, aun a costa de su propio dolor. Su dignidad, forjada en silencios y lágrimas contenidas, la sostuvo ante las miradas de un país que quiérase o no, en el fondo también la juzgaba y por lo bajo susurraba “la otra señora”.
Los accidentes aéreos probaron su valentía. En el de 1949, cuando Pedro la rescató, ensangrentado pero determinado, su amor fue más fuerte que el miedo o el qué dirán, un instante que fue capturado por los diarios, como emblema de su conexión.
Como madre, enfrentó tragedias: primero, la muerte de la pequeña Graciela y muchos años después, el suicidio de Pedro Jr. en 2009, tras años de lucha contra la depresión.
“Su hijo era talentoso, pero frágil. Nunca superó la muerte de su papá. Tenía grabadas las imágenes del funeral. Si hablábamos de él, lloraba”, me relata el también historiador José Ernesto Quintanilla, quien intentó apoyar a su primo hermano llevándolo al gimnasio, pues era “delgadito pero fuerte. Guadalupe valoraba estos esfuerzos, pero no pudo evitar el trágico fin de su hijo. Él me caía bien, era un buen muchacho, pero la pérdida de su padre lo dañó profundamente”, añade. En cambio, Lupita preservó el legado de su padre con firmeza, mientras Lucero, León y Eva, los hijos que procreó con León Michel, llevaron su amor a nuevas generaciones. “Guadalupe era una madre dedicada, a pesar de todo lo que enfrentó”, afirma.
Ella vivió siempre con una pasión que sobrepasó los límites del mero escenario. Su relación con Pedro Infante, aunque truncada por la vida y las circunstancias —porque en el corazón no se manda—, también se inscribe entre las historias de amor, pasión y dolor, que quizá nunca se apagó, pero que tampoco hizo pública por consideración a sus hijos y a sí misma.