Por David Martín del Campo
Barry y Flossie, qué ternura de nombres: dos borrascas que azotan las costas mexicanas para inaugurar la temporada de huracanes. Inundaciones, desbordamientos, deslaves, ahogados, y los reporteros peleando por narrar la peor catástrofe. Veinte desaparecidos, más de cien casas bajo el agua, todas las escuelas cerradas por orden de las autoridades, se implemente el Plan DN-III por la gravedad del desastre.
El país se ubica en una cruel encrucijada. Bajo el suelo coinciden tres placas tectónicas que muy seguido nos obsequian sismos de intensidad variable… Por el cielo circulan eso que románticamente denominaban “aire marítimo tropical” y que no es más que el sendero donde transitan los cúmulos nubosos –de uno a otro océano–, y que en las canículas derivan en tormentas y ciclones.
Así ahora, luego del ciclón “Otis” que destruyó Acapulco en octubre de 2023, hemos quedado más que escamados. Llega la depresión tropical y ya estamos anunciando su evolución a tormenta tropical, luego a huracán en sus varias categorías. Somos entusiastas del desastre, morbosos por naturaleza, y que el sicoanalista se encargue de hallar las causas en nuestra tenebrosa infancia. Hambre de crisis y catástrofes; qué remedio, hay que aprender a vivir con el desastre cotidiano. Es el ciclo de la vida.
Antiguamente los ciclones (que en América denominamos “huracán”) eran realmente sorpresivos. Ante la ausencia de satélites meteorológicos, la proximidad de las tormentas quedaba en manos de los barómetros. Y cuando la tempestad azotaba, no había alerta de contingencia… el mal tiempo se convertía en tormenta, y la tormenta en desastre. Ya se sabía, la maldición llega con los meses que terminan en “bre”: septiembre, octubre… porque entonces son peores los efectos del calentamiento del mar. O, como me dijo un metorólogo de la UNAM: “Los huracanes son verdaderas máquinas de vapor; imagine usted una olla express; calor, agua, y destápela de pronto”.
A partir de los años 60 los satélites geo-estacionarios permiten el seguimiento puntual del celaje marino y su desplazamiento. Ya no hay sorpresas, como con el huracán “Hilda”, que destruyó Tampico en 1955, o “Janet”, que hizo lo mismo con Chetumal cuatro años después. Ahora las trayectorias se siguen minuto a minuto y puede saberse la intensidad de su viento. Agua pasa por mi casa, llega el aviso y no queda más que dirigirse al refugio recién habilitado.
Los habitantes de Cancún y Monterrey no olvidarán al peor ciclón del siglo XX, “Gilberto”, que asoló la cuenca del Golfo en 1988. ¿Y qué decir de “Kenna”, en 2002, que barrió con Puerto Vallarta? ¿O “Ismael” en Mazatlán, que ocasionó la muerte de un centenar de pescadores? ¿Y “Odile”, en 2014?
Estiaje y mal tiempo. A eso se reducían las estaciones según lo explicaba mi abuelo. Sequía de febrero a mayo, tormentas de junio a septiembre, “lo demás combinado, pero siempre lo mismo, agua y calor”. No por nada las divinidades que presidían el Templo Mayor, cada cual en su pirámide, eran las de Tlaloc y Huitzilopochtli.
Hoy es lo mismo a la hora de los noticiarios: guerra y lluvia. La sombra de “Huichilobos” (como le llamaban los conquistadores) asoma en cada corte informativo; catorce muertos en Culiacán, siete en Celaya, ocho en Coatzacoalcos… como partes de guerra de una conflagración no declarada, equivalente a ratos a los reportes de Gaza y Ucrania. Así celebran en la mesa, revisando los avances y retrocesos, Netanyahu, Putin y Huichilobos, sobándose las manos.
Lo de Tlaloc tira más a la resignación. Meses y meses clamando por el fin del estiaje, los niveles raquíticos de las represas, cuando de pronto despierta y…
¡Aguas!, ruge a los cuatro vientos azotándonos con uno y otro temporal, “Barry” en Veracruz, “Flossie” en Michoacán, y que Dios nos obsequie la gabardina.
Ya lo decíamos, diluvio e inundación que nos hacen blasfemar contra el sereno Tlaloc. ¿Quién nos manda haberlo secuestrado en 1964 de Coatlinchán, donde reposaba tan tranquilo? “Aborrecimiento al agua”; que así se define la hidrofobia. Vacúnense.