EL SONIDO Y LA FURIA
MARTÍN CASILLAS DE ALBA
Por ejemplo, la Ciudad de México de los 40’s.
Ciudad de México, sábado 2 de octubre, 2021. – En 1918, una vez que había terminado la Primera Guerra Mundial, todo había cambiado: la literatura anunció con bombo y platillos estos cambios radicales como sucedió con Ulises de James Joyce y con Proust En busca del tiempo perdido o La Tierra baldía, el poema de T.S. Eliot, así como, las Elegías de Duino de Rilke, entre otras. Todo había cambiado, tal como nos damos cuenta cuando la voz del narrador en la obra de Proust asiste, después de la Guerra, a una fiesta con los Guermantes y se queda impresionado: no reconocía a los que estaban, incluida a su querida Gilberta, a quien veía sin saber quién era.
Las artes plásticas y la moda. No se quedaron atrás y el cubismo de Pablo Picasso sorprendió a medio mundo, al tiempo que la moda había cambiado de tal manera que nunca más las mujeres se vestirían como en el XIX, pues ya se habían integrado a la fuerza de trabajo y a la vida pública, logrando que su voto se tomara en cuenta.
La música. Stravinsky estrenó El pájaro de fuego y luego La consagración de la primavera sin que importara la hubieran abucheado en París durante su estreno, antes de convertirse en el paradigma de la música moderna.
El teatro. Apenas se gestaba el teatro del absurdo, donde el público no podrá creer lo que vería y escucharía. La mata seguía dando y las artes escénicas no volvieron a ser como eran.
Nuestro tiempo. Me pregunto si no estamos viviendo algo parecido con esta pandemia que ha matado a casi cinco millones de personas en el mundo, cambiado los hábitos y las costumbres con tantas cosas que se quedarán, como las relaciones virtuales en la vida diaria, la educación y el trabajo.
La educación en la pandemia. “Según el grado es la pedrada”: los niños van un día sí y otro no; los universitarios, toman una parte mínima presencial y el resto en línea; los maestros preparan sus clases para ofrecerlas lo mejor que pueden a través de algunas plataformas digitales en donde tratan de sustituir esa presencia en el salón de clases donde lograban transmitir su pasión.
El desahogo. Digo todo esto para desahogarme y tomar conciencia, para imaginar dónde estamos parados en medio del torbellino de este verano pasado, tan sofocado (no tanto aquí, como en otras partes del mundo) con un clima enloquecido y un temporal que ha logrado inundar pueblos enteros y otros que han desaparecido al desgajarse los cerros.
Los volcanes. Para colmo, con las erupciones del volcán de La Palma en las Canarias, sus habitantes se han vueltos locos viendo cómo se destruyen sus casas, como el Vesubio a Pompeya en el año 79, cuando los dejó petrificados en posición fetal.
Tal como sucedió con el Xitle, el volcancito cerca de la Ciudad de México que apenas se reconoce, pero que, en la prehistoria, cubrió de lava a Cuicuilco (y el ahora Pedregal de San Ángel), ese gran centro ceremonial que tuvieron que abandonar para refugiarse en Teotihuacán donde construyeron la ciudad de los dioses.
El Popocatépetl, nevado algunos días en el invierno, majestuoso al Oriente, juga con sus fumarolas y, por fortuna, sin hacer erupción que, en dado caso, ahogaría a los pueblos cercanos.
La nostalgia. “En el transcurso de mi vida, la realidad me decepcionó muchas veces porque, en el momento de percibirla, mi imaginación, que era mi único órgano para gozar de la belleza, no podía aplicarse a ella, en virtud de esa ley inevitable que dispone que sólo se puede imaginar lo que está ausente”, escribió Proust al final de su obra. Le damos la razón, pues sólo podemos imaginar lo que ya no está, lo que ya no es, pero que un día fue y nos impactó de alguna manera, tratando de evitar que se instale la señora Nostalgia que dificulta tanto el disfrute del aquí y el ahora, así como, las delicias del otoño.