Relatos dominicales
Miguel Valera
Esa tarde calurosa, mientras todos solicitaban bebidas refrescantes yo le pedí a Lucía, la chica que siempre me atiende en la misma mesa donde tomo café desde hace 15 años, que me preparara un latte. “Sí, sí, —me dijo, antes de que soltara mi frase— el hermano mayor del capuchino”. Tú si sabes, le contesté, para añadir: que mi espuma sea suave y sedosa, por favor. Sonrió y se puso manos a la obra en la máquina, a sabiendas que no permitía que nadie más preparara ese líquido vital que acostumbraba para evitar la siesta vespertina.
Entonces, en la mesa de junto, sin querer, escuché una conversación que me hizo reflexionar. Un hombre, ya mayor, hablaba con desdén de otra persona. “Es un pobre pendejo; no tiene ni en qué caerse muerto”. La frase, contundente, iba acompañada de una mirada de odio, de rencor, como venida de lo más profundo del alma. Acostumbrado, al menos en mi fuero interno, a cuestionar y a dudar de todo, me pregunté ¿quién sufrirá más, el que odia o el que es odiado? El hombre aquel se veía sufriente mientras el otro, objeto de su odio, seguramente pasaba una tarde feliz. ¿Quién será más pobre?, me pregunté.
Cuando Lucía llegó con el café y le di un pequeño sorbo para llenar mis sentidos, me puse a pensar en la inmensa riqueza que cada ser humano posee. Puedo ver el amanecer o el ocaso; puedo sentir la brisa fresca de la tarde; escuchar el sonido de los grillos en la campiña o disfrutar este café. Puedo caminar, mover mis piernas y mis brazos. ¿Cuántas personas no viven por ahí sin poder caminar, sin poder admirar un atardecer, sin sentir el sabor del café o el azúcar en su paladar?
Pero no sólo puedo ser consciente de mis sentidos externos, también de los llamados “sentidos internos” como el sentido común —no confundir con el menos común de los sentidos— que me permite distinguir y unir cualidades sensibles diferentes, como el color y el sabor de un objeto. Por ejemplo, como me enseñó el viejo maestro Roger Verneaux, cómo diferenciar, en un terrón de azúcar, el blanco de lo azucarado.
También ¡en la imaginación! y en la memoria, esa facultad que poseemos para conservar y reproducir imágenes. Pero no sólo eso, seguí reflexionando, existe la riqueza de la familia, la riqueza de la amistad y, sobre todo, la riqueza de la generosidad. Cuántos conocemos en nuestros círculos, llenos de bienes y riquezas, pero incapaces de dar, pobres en generosidad.
La madre Teresa de Calcuta solía decir que hay que dar hasta que duela. Sí, tenía razón, porque por lo regular “el dar” nos trae un dolor por dejar algo que nos pertenece, pero también el dar, con generosidad, nos puede generar alegría y paz.
Entonces pensé, a diferencia del hombre que se retorcía de dolor por el bien ajeno, que he sido un hombre inmensamente rico, con una fortuna inigualable. La riqueza está a la mano de todos y todos podemos ser inmensamente ricos, pero desafortunadamente, muchas veces nos limita la actitud que tomamos ante la vida. Sí, soy inmensamente rico porque puedo compartir, de vez en vez, mi pan con el que no lo tiene. Soy tan rico que a veces puedo darle a alguien sin que me duela.