Por David Martín del Campo
Progreso, trabajo, civilización. A eso se reduce todo el esfuerzo por salvar a la Patria (¿salvar?). En los años párvulos fuimos obligados a memorizar esa, quizá la más famosa composición del poeta Rafael López:
¡Oh, Santa Bandera, de heroicos carmines suben a la gloria de tus tafetanes la sangre abnegada de los paladines… (y que una estrofa después ensalza aquello de la brisa mostrando ya el símbolo de la paz de entonces; progreso, trabajo, civilización, como si un Vasconcelos redivivo).
Fue la paz porfiriana, que duró sus buenos 33 años, y que muchos añoran cuando ven a la patria (otra vez) mangoneada por los carteles neo-terroristas. La paz Porfiriana y la paz Trumpiana… “expúlsalos, y luego viriguas”.
La fecha obliga. Celebrar a la bandera fue por siempre una ceremonia de emocionada solemnidad. Ser parte de la escolta, mientras era izado el lábaro patrio en una esquina del patio de recreo, resultaba la envidia de todos. Cantar el himno de Francisco Bocanegra, escuchar al aplicado de cuarto año que, micrófono en mano, recitaba con voz temblorosa… “la sangre abnegada de los paladines, el verde pomposo de nuestros jardines, la nieve sin mancha de nuestros volcanes”. Y que alguien le explique el triste destino de esos glaciares legendarios sucumbidos por el calentamiento global.
Celebrar a la bandera –que fue trigarante– es parte esencial de la educación escolar. Tricolor y con la estampa del águila mexica aludiendo a la fundación mítica de la gran Tenochtitlán. Ese símbolo, que por cierto acompaña todas las monedas que llevamos en el bolsillo, está por desaparecer del territorio nacional.
Como se recordará, en 1994 el águila real (que así se le denomina) fue declarada como especie en peligro de extinción, y se conjetura que existen a lo más un centenar de anidamientos, sobre todo en la serranía de Durango y Zacatecas.
Ha sido la circunstancia para exaltar los valores de la soberanía y el amor patrio defendidos a cabalidad. Sobre todo en estos tiempos en que el magnate presidencial del Norte suelta amenazas de todo tipo a fin de regenerar su patria. “Make America Great Again”, sí, a costa de aranceles, drones militares acechando nuestros cielos, amenaza de expulsar a cientos de miles de compatriotas indocumentados, y perpetrar misiones antiterroristas en suelo mexicano, si fuese necesario.
Más si osare un extraño enemigo, como aseguran ocurrió en Culiacán el pasado 25 de julio, cuando (según despacho del diario El País) la captura de Ismael Zambada y Joaquín Guzmán hijo, “estuvo a cargo de agentes del FBI y la DEA”. Pues sí, con la bandera en alto, piensa oh Patria querida, que el cielo…
La bandera que habitó, desde 1928, el emblema del PRI y antes del Partido Nacional Revolucionario, ahora ciñe un crespón luctuoso pues sus militantes, a cuentagotas, están migrando hacia el nuevo régimen que presume otro color. Esa bandera que defendió con la propia vida (asegura la leyenda) el cadete Juan Escutia al arrebatarla y arrojarse al abismo con ella, antes que los soldados del general Winfield Scott asediando el castillo de Chapultepec se apoderasen de ella. Sublime capítulo del imaginario escolar. O la bandera que fustigó el zapatista Antonio Díaz Soto y Gama, en la Convención de Aguascalientes (1914), al asegurar que “ese trapo” representaba simplemente el blasón de Agustín de Iturbide. Y se le fueron encima.
Mi promoción de conscripto juró bandera el 5 de mayo de 1969 en la plaza del Zócalo capitalino. El presidente Gustavo Díaz Ordaz nos hizo la pregunta: “¿Juráis por vuestro honor guardar obediencia y fidelidad en el servicio de la patria?”. Le respondimos que sí, aunque sin demasiado fervor. Habían pasado unos meses apenas de aquel 2 de octubre que marcó a mi generación.
Ardor patrio y emoción cívica, evocados por todos los medios en estos días, que remiten al canto con la profesora Pachita, sentada al piano, exigiéndonos formalidad a la hora de entonar aquello de los carmines aspirando a la gloria de los tafetanes. “Oh, santa bandera”.