* En la caja de la opinión pública encontraré mucho más de lo que me proponéis. Un dinero tomado en la Corte no es, desde ahora, más que causa de ruina
Gregorio Ortega Molina
La historia política también lo es la de las traiciones. Ninguna paradigmática, pero todas con una lección destinada a quienes andan a la caza del poder.
Recuerdo con claridad la comida a la que Ricardo Monreal convocó en el Sevilla Palace, cuando ya era lo que después se transformó en su manual del comportamiento a seguir para obtener lo que su ambición le reclama, aunque en esa época representaba al PRI en el Poder Legislativo.
Había convocado a un grupo de periodistas, para decirnos que si no era postulado como candidato al gobierno de Zacatecas, renunciaría a su partido. Lo hizo, aunque hubo de esperar a que Amalia García abriera para el PRD la puerta a la gubernatura de esa entidad. Genaro Borrego pagó alto el costo de su obstinación para imponer a “su” candidato.
El de la Revolución Democrática también resultó un partido pequeño para la estatura política de Ricardo Monreal. Procedió como antes lo hiciera en el PRI. Abandonó otra vez una causa ideológica, con tal de obtener la oportunidad de demostrarse a él mismo, y al mundo, que es mucho más valioso, inteligente y guapo que quienes lo promueven y lo postulan.
A estas alturas del texto es prudente recordar el episodio diplomático de Ignacio Castillo Mena, a quien busqué motivado por los elogios sobre él vertidos por Porfirio Muñoz Ledo y Julio Scherer García. Nunca se dio la oportunidad de una conversación, porque cuando fue agendada se anunció su nombramiento, por parte del gobierno priista, como embajador de México en Ecuador. Su destino era otro, emblemático, junto a Ifigenia Martínez, Cuauhtémoc Cárdenas y el tercer presidente del PRD.
Ecuador, no París, Madrid, Portugal, Buenos Aires. Trastocó su destino por una embajada.
En la biografía de Carlos Mauricio de Talleyrand encuentro lo siguiente: “Lo que si puede afirmarse es que la Corte trató de comprar a Talleyrand, fácil, según la fama, a todos los sobornos, pero aquí Talleyrand cometió uno de sus escasos lapsus de honradez, si es que no era cálculo premeditado y no han de interpretarse con malicia las palabras de su respuesta: <<En la caja de la opinión pública encontraré mucho más de lo que me proponéis. Un dinero tomado en la Corte no es, desde ahora, más que causa de ruina; y como yo tengo necesidad de enriquecerme quiero asentar más sólidamente mi fortuna>>.
Las exigencias mundanas, las necesidades ajenas a la templanza, no varían, aunque si el carácter de quienes han de rechazarlas.
Carencias y necesidades. Me encuentro en la calle con la señora Recamier, quien me insta a escribir, en estos momentos, sobre las necesidades. Sé que se refiere a las víctimas del sismo, a los que perdieron desde bienes hasta seres queridos.
La herida es profunda, porque se juntó el hambre con la necesidad. Me explico, este México nuestro padece de carencias ancestrales, pero quizá la más terrible de ellas es la confianza. No la tiene en sus gobiernos, y nadie encuentra la cuadratura del círculo para restablecerla. Si la sociedad no confía en los hombres que ha llevado al poder, ¿cómo, entonces, resolver el asunto de las necesidades?
Esa misma sociedad tan lacerada por los hombres que administran las instituciones, encuentra caminos. Carlos Salinas de Gortari acertó cuando para gobernar decidió recurrir al término solidaridad, fue testigo de ella después del terremoto de 1985. Había aprendido la lección.
Hoy, otra vez, la sociedad va por delante del gobierno. Hay centros de acopio por todos lados; la gente sencilla, los mexicanos de a pie sienten la necesidad de dar y darse, como lo muestra ese Evangelio en el que la viejecita deposita en la alcancía del templo la moneda que le hace falta para comer.
Las necesidades de las víctimas no serán satisfechas por el gobierno, ni por los partidos, sino por aquellos que ven en cada compatriota herido a su igual, al que es urgente tenderle la mano.
Los gobernantes de hoy los ven desde arriba hacia abajo.
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