* Para conducir un Estado como el mexicano las decisiones trascedentes se toman en soledad, incluso con riesgo de equivocarse. El punto de inflexión ocurrió el 17 de octubre. Pasamos de la espiral, al hoyo negro de la violencia>
Gregorio Ortega Molina
En los escenarios militares no hay supuestos. Secretos, sí. Eso ocurre con la verdad de lo sucedido en Culiacán. Tantas versiones encontradas, tanto titubeo, y el jefe nato de las Fuerzas Armadas asume la responsabilidad, como lo hizo Gustado Díaz Ordaz durante el Informe de 1969.
Pero hay más preguntas que respuestas: ¿por qué se niega la participación de la DEA? ¿Qué determinó que Alfonso Durazo excluyera del operativo a la Secretaría de Marina? ¿Por qué el presidente de la República determinó poner el operativo bajo la exclusiva responsabilidad de su secretario de Seguridad Ciudadana? ¿Qué determinó que subordinara al general secretario de la Defensa a Durazo Montaño? ¿Para qué exhibir al jefe de inteligencia militar, y después esforzarse por enmendar la pifia señalando que no estuvo en el operativo? Es obvio, el responsable de Inteligencia opera desde su “gabinete de análisis”, no con las armas en la mano.
En fin, las consecuencias son múltiples e imprevisibles y, ahora nos damos cuenta, el diagnóstico está equivocado. La infiltración dentro de todas -o casi- las instituciones del Estado obliga a la auto-crítica y la depuración, no sin antes modificarlas de arriba abajo con una verdadera transición. El presidencialismo no da para más.
Una nota de Elías Camhaji para El País establece un balance precario, pues a diario se modifica, y adelanta lo que pueden ser las consecuencias no aceptadas por el gobierno y la sociedad, porque nos negamos a ver en qué convertimos a México. Es la suma de todos los errores políticos, más la corrupción, la impunidad y la anomia de los gobernados instalados en su zona de confort. Aquí se tolera todo, hasta que no.
Dejó anotado el periodista Camhaji: “Desde diciembre de 2006, tras el estallido de la llamada guerra contra el narcotráfico en México, hasta el año pasado, hubo 278.899 homicidios, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía. De ellos, más de un tercio eran hombres menores de 29 años y esa ya es la principal causa de muerte para ese grupo de edad.
Al rastro de la violencia letal se le une una estela de daños invisibles que se ceba con una generación que ha crecido sobrexpuesta al enfrentamiento abierto entre el Gobierno y los carteles de la droga, y un glosario de neologismos sangrientos: con publicaciones de Instagram y mensajes de Whatsapp sobre encajuelados, levantones y balaceras”.
El razonamiento presidencial parte de un error, porque sus decisiones están determinadas por su fe cristiana y lejos de la razón de Estado. El mandato constitucional es inequívoco. Resulta inevitable pensar que la libertad de Ovidio Guzmán costará más vidas que las que pudieron llevarse los sicarios el 17 de octubre último.
Sugiero que quienes acompañan al presidente de la República, y él mismo, regresen al abrevadero de Montaigne, o cuando menos a su breve biografía que debemos a Stefan Zweig, donde encontramos esta perla a considerar: “Sólo aquel que tiene que vivir en su alma estremecida una época que, la guerra, la violencia y las ideologías tiránicas, amenaza la vida del individuo y, en esta vida, su más preciosa esencia, la libertad individual, sabe cuánto coraje, cuánta honradez y decisión se requiere para permanecer fiel a su yo más íntimo en estos tiempos de locura gregaria, y sabe que nada en el mundo es más difícil y problemático que conservar impoluta la independencia intelectual y moral en medio de la catástrofe de masas”.
Conducir un Estado como el mexicano requiere eso y más, nada de contaminaciones religiosas, lejos de los infiltrados, en absoluta soledad y sin culpar al de al lado. Las decisiones trascedentes se toman en secreto y sin consultar, incluso con riesgo de equivocarse. El punto de inflexión ocurrió ese jueves. Pasamos de la espiral, al hoyo negro de la violencia.
www.gregorioortega.blog
@OrtegaGregorio