* Entre los desaparecidos hay menores, lo que amarga más el sabor de boca y esa sensación de impunidad contra la que los mexicanos de a pie nada podemos; esa constante de los abusos de poder, esa certeza de que el desaparecido no regresa y ni rastro deja, ni siquiera como Elías, mucho menos como Jonás
Gregorio Ortega Molina
Elías es el primer desaparecido en la historia. Al menos así lo consigna la Biblia. Arrebatado al cielo en un carro de fuego. Vaya usted a saber, lector; lo cierto es que nadie sabe qué fue de él.
Jonás es caso distinto. El monstruo, la ballena o Leviatán lo vomitó de regreso a la vida. Elijan su propia pesadilla, como los tamaulipecos parecen haber sido castigados con la suya, todita para ellos, y de refilón para alimentar nuestros temores.
Durante los primeros días de agosto El País da cuenta de la manera en que se desaparece en Tamaulipas. Cabeza del texto y secundaria son elocuentes. La primera afirma: Tamaulipas: desapariciones en la tierra del silencio; después el editor sintetiza: Decenas de personas sin aparentes vínculos con el crimen organizado fueron detenidas en los últimos meses por las Fuerzas Armadas en Nuevo Laredo sin que se haya vuelto a tener noticias de su paradero.
Hasta el momento no hay desmentidos, lo que propicia mi primera interrogante; ¿quién protege a quién? Hay confusión de valores y sentimientos, lo único que importa es regresar al hogar indemne, tener algo para llevarse a la boca y reposar la cabeza sobre una almohada limpia, pero no todos pueden hacerlo. Es insospechado el número de mexicanos que en su ámbito, entre sus amistades y familiares vive como perseguido, como si estar a salto de mata fuese su condición singular y originaria, porque no conocen otra manera de paliar el miedo, pues saben que no hay manera de eludirlo, porque en cualquier momento se puede desaparecer.
Escribe el reportero de El País: “Sentado en una silla a la puerta de su casa, Israel tomaba una cerveza cuando dos camionetas de la Armada se detuvieron frente a él, lo interrogaron, lo golpearon hasta la extenuación y se lo llevaron. Unos días antes, Marco Antonio ponía gasolina con un amigo cuando dos patrullas se acercaron, los subieron a un vehículo y se los llevaron.
“Más descarado aún fue el caso de José Luis , que estaba en una fiesta veraniega con decenas de familias en un yonke (desguace de coches) cuando unos 20 marinos se presentaron en el lugar y obligaron a todos los invitados a tirarse al suelo, incluidos decenas de niños. Entre todos los hombres, el mando que dirigía la operación eligió a José Luis, lo hincó de rodillas y lo golpeó con un trozo de madera. Después los soldados lo subieron a un vehículo y abandonaron el lugar. Más de cien testigos presenciaron la escena y de ninguno de los que se llevaron se ha vuelto a saber nada”.
Entre los desaparecidos hay menores, lo que amarga más el sabor de boca y esa sensación de impunidad contra la que los mexicanos de a pie nada podemos; esa constante de los abusos de poder, esa certeza de que el desaparecido no regresa y ni rastro deja, ni siquiera como Jonás, mucho menos como Elías.
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