* El México de la Revolución fue un espejismo ideológico, de retórica política; a pesar de ello construyó instituciones que hoy se aprestan a disolver, pero cuya muerte sólo aportará una victoria pírrica a los desestructuradores de lo que fue un país promisorio
Gregorio Ortega Molina
El drama de la muerte de las instituciones es que el costo nunca lo pagan quienes las disuelven, las desacreditan o las liquidan, sólo la sociedad carga con el peso de lo que se perdió, se transfirió o se vendió.
Conducir a Pemex a la quiebra no fue una operación sencilla. Llevó años, requirió de muchas complicidades, exigió silencio y muerte y de la participación de varias administraciones. ¿De veritas están seguros, lo creen por la virgencita de Guadalupe, que el adelgazamiento del Estado y la reforma energética favorecerán el bienestar de los mexicanos, harán crecer el mercado interno, crearán empleos remuneradores y desaparecerá la pobreza alimentaria? Como dijo santo Tomás: hasta no ver, no creer.
A mi edad ya es difícil que me toque algo de los beneficios que EPN y sus antecesores usaron como señuelo para que se diera una afirmativa ficta en el caso de la industria petrolera nacional. Mientras los gobiernos que se sucedieron entre 1976 y el actual nos metieron las manos a los bolsillos y decidieron dormir en nuestras casas, preferimos voltear a otro lado, en lugar de ponerlos de patitas en la calle con las elecciones y la reforma del Estado. Nosotros también somos culpables.
El asesinato del PRI también es grave, porque si Pemex aportaba la lana para darle vida al Estado de bienestar, el partido de la Revolución aportó ideología y valores, inclusión y movilidad social.
Si es cierta la hipótesis de la Revolución inconclusa, con el PRI pudo obtenerse agua de las piedras -seamos sensatos, no supieron los priistas detenerse a tiempo, pero contribuyó esa organización política a construir el México contemporáneo, con sus vilezas y sus grandes beneficios: la clase media fue posible gracias al desarrollo estabilizador-, hasta que el diseño hecho en el Departamento de Estado de Estados Unidos llevó a los hijos de los mexicanos a Harvard y otras universidades, para hacerlos pensar como ellos y convertirlos en instrumento de la recuperación de lo que siempre consideraron suyo: la riqueza de esta nación.
El significado del PRI, el partido como símbolo, desapareció cuando decidieron hacer a José Antonio Meade su candidato, a Enrique Ochoa Reza su presidente del CEN, y a Aurelio Nuño su ideólogo. Aunque ganaran esta elección, esas siglas, ese escudo, esos colores no tendrán ninguna función en el imaginario colectivo ni en la construcción de un futuro totalmente contrario al que quiso edificar la Revolución. René Juárez Cisneros tiene que limpiar los establos de Augias, y ni con “Avanzando Juntos” podría recuperar lo perdido.
El México de la Revolución fue un espejismo ideológico y de retórica política; a pesar de ello construyó instituciones que hoy se aprestan a disolver, pero cuya muerte sólo aportará una victoria pírrica a los desestructuradores de lo que fue un país promisorio.
Los efectos de la globalización se anuncian irreversibles.
* Es el título original de la novela de Daniel Rops, escritor francés católico.
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