* “Yo no creo en la originalidad. Es un fetiche más. Creado en nuestra época de vertiginoso derrumbe. Creo en la personalidad a través de cualquier lenguaje, de cualquier forma, de cualquier sentido de la creación artística. Pero la originalidad delirante es una invención moderna y una engañifa electoral”
Gregorio Ortega Molina
Que medio siglo después la ciencia forense confirme lo que supimos desde que Pablo Neruda murió, no da satisfacción ni disminuye el dolor por la manera en que fue asesinado. La certeza de que lo mataron, nos habla del verdadero talante de la soldadesca latinoamericana cuando se hace gobierno.
El poeta chileno, para muchos de nuestra generación, adquirió la estatura de un fetiche inalcanzable. Alguna vez, antes del Nóbel, lo vi de cerca en París. No tuve los arrestos para importunarlo. En 1971 fui testigo presencial, como todos los asistentes al recinto de la ceremonia, de cómo el rey Carlos Gustavo VI Adolfo lo puso en sus manos, y escuché, sin necesidad de audífonos traductores, las palabras de Neruda.
Muchos años después, y refiriéndose a Lizbeth Salander, Mario Vargas Llosa encontró el término preciso para la labor de los poetas. Ingresaban a la eternidad de la literatura, en el caso de Neruda, a la de la poesía.
La poesía hermana a los inteligentes. Imposible recordar la fecha, pero el hecho permanece vivo en mi archivo existencial. En el escenario del teatro Jiménez Rueda, del ISSSTE, el abrazo entre Rafael Alberti y Octavio Paz dejaba atrás distanciamientos y supuestos agravios ideológicos.
Ese suceso redimensionó la importancia de Neruda en la memoria de Salvador Allende y el socialismo chileno. La transformación de un proyecto humano, la reedificación administrativa y educativa de un país. El renacimiento de Chile.
Que 50 años después nos confirmen su asesinato político, permite comprender el temor que los políticos tienen a los poetas, al verso, a la palabra. Neruda debía morir para asegurar la permanencia de Augusto Pinochet y poner un hasta aquí a quienes intentaran subvertir el orden por la palabra.
En sus propias palabras, escritas para Confieso que he vivido: “Yo no creo en la originalidad. Es un fetiche más. Creado en nuestra época de vertiginoso derrumbe. Creo en la personalidad a través de cualquier lenguaje, de cualquier forma, de cualquier sentido de la creación artística. Pero la originalidad delirante es una invención moderna y una engañifa electoral”.
Impensable añadir cualquier cosa para tergiversar su intención original. Eligió los términos en que deseaba referirse a él mismo y su trabajo y su compromiso. Su poesía es inalterable, su vigencia es eterna.
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