Luis Farías Mackey
La popularidad es inherente al sujeto y no necesariamente a su desempeño. En cambio, un gobierno debe ser funcional, eficiente y eficaz, no forzosamente popular. La popularidad ayuda, pero entre el deber y el aplauso, el gobernante está obligado al deber.
La historia no juzga popularidades, al menos no en los políticos, sino resultados.
La popularidad es efímera, como la moda, como la idolatría infantil al padre, como el primer amor. Es un postizo; nada inherente al ser y a su naturaleza. Un afeite que se deslava como el maquillaje trasnochado de la reina del prostíbulo cuando se arranca la peluca y las carnes ceden al corpiño.
La némesis de la popularidad es la impopularidad, como la Línea 12 en su paso de la gloria al derrumbe. El destino de la popularidad es su contrario. Quien llega a sufrir las consecuencias de su desmesura desearía jamás haber sido conocido.
La impopularidad, además, suele tener una vida más larga que la fugaz popularidad.
Gobierno y popularidad podrán ser compatibles, pero no intercambiables. La popularidad es del sujeto, no del órgano y menos de la función. El gobierno es un colectivo —no solo un individuo— plural, regulado y temporal. Es algo común y compartido, que parte de la igualdad de derechos y obligaciones en lo general, donde los liderazgos son renovables, consensados y derivados (no inmanentes).
En las democracias se debiera elegir a alguien por sus capacidades al cargo que se le ¡impone!, no por ocurrente, gracioso, echador u bonito.
El presidencialismo pone al frente a un sujeto, pero no es éste en sí mismo todo el gobierno y ni siquiera todo el poder político que, por su diversidad de funciones, no cabe en unas solas manos. El presidente, además, representa a todo el pueblo, pero no es —no puede ser— el pueblo. Los autócratas temen al pueblo como a su propia conciencia y siempre pretenden encarnarlo para deshacerse de su ominosa y presente sombra.
Popularidad y religión cojean del mismo pie: la adoración dogmática y la ciega fe. Pero la política no es cosa de fe ni de dogmas; es de resultados, y éstos siempre terminan por imponerse. Jesús fue sacrificado para lavar los pecados del mundo; Pilatos pervive en la historia como inútil cobarde de manos sucias.
La política espectáculo, la propaganda política y la democracia mediática confunden, como en su momento los sofistas, popularidad con gobernabilidad y gobernanza, reduciendo el espacio y la deliberación públicos a hogueras de pasiones y sinrazón.
Más daño le ha hecho la publicidad a la democracia, que todos sus enemigos juntos.
El gran pecado de la popularidad es impersonar lo impersonable: la pluralidad y sus voces. El populista por definición es individuo y monólogo. La política es plural en número y voces. La política es siempre unidad de acción efectiva: pluralidad en acción. Jamás hay en política una sola voz, siempre hay voces. Nunca un solo hombre, siempre hombres. Cuando solo hay uno y una voz, la política dejó de existir.
Pero regresemos a la acción; la política es acto, no potencia; acto, no palabra; acto no escenificación. Porque, además, la política no se puede constreñirse a un escenario mañanero ni a un personaje de carpa: ocupa todo el territorio, involucra a toda la población y es en acto, no en rito.
¿Es suficiente la popularidad para gobernar? No.
¿Popularidad y gobierno son lo mismo? No.
Además, si el gobierno es finito, la popularidad es un solo instante de psicosis de poder. Instante, que, sin embargo, deja hondas e imborrables cicatrices sobre el cuerpo social y taras de peligrosa regresión.
El populismo vive del público, pero acaba con lo público.
Por eso su daño es doble: en lo plural del pueblo y en lo público del pueblo; porque el populista invisibiliza, enmudece, privatiza y dilapida pueblo.