Es el viejo tema del árbol y el bosque, y el de lo urgente y lo importante. Cada uno en sus méritos es importante, pero compiten por nuestra atención y, las más de las veces, suelen confundirla, cuando no perderla.
El tema es hoy más que importante, porque en ellos nos va la libertad.
Me explico. Empecemos por diferenciar tierra de mundo; la primera es un planeta y sobre ella encontramos la naturaleza, que con otras especies comparte la humana. El segundo es una clase de segunda naturaleza, una sobre—naturaleza, entendida no como un más allá, sino como una capa adicional a lo natural construida por y para el hombre. El mundo, es, pues, obra de los hombres, en plural. Esto es de vital importancia, si el hombre fuera solo, no tendría necesidad de mundo. De entrada, no requeriría de la palabra ni del discurso, porque con nadie tendría que comunicarse; le bastaría la naturaleza para satisfacer todas sus necesidades y, por ende, no necesitaría de libertad; con resolver sus necesidades vitales les sería suficiente. Sin el otro, no tendría necesidad de cubrir su cuerpo y, por tanto, de producir todos aquellos artificios propios de la producción de bienes de uso, diferentes a los de consumo, que encontraría surtidos por la propia naturaleza. Tampoco necesitaría del amor ni la amistad, porque estos sólo se dan entre dos o más.
El mundo, pues, es plural y substancialmente humano. Desde Aristóteles distinguimos dos ámbitos del mundo, el privado y el público. El primero incluye las actividades materiales, físicas, económicas y productivas para el aseguramiento de la vida en respuesta a las necesidades que nos impone la subsistencia y la sobrevivencia, es decir, la vida. El segundo, trata de la “vida buena”, que aquél describe como propia de las “acciones” nobles y justas, de virtud y ética intelectual. Arendt distingue y desarrolla las diferencias entre estos dos mundos analizando las actividades y condicionantes del hombre en la labor, el trabajo y la acción. Las tres son actividades humanas, pero con características y fines distintos. De las dos primeras Locke distingue, “la labor de nuestro cuerpo” del “trabajo de nuestras manos”, porque la labor tiene una inequívoca connotación de experiencias corporales, de allí su utilización para referirse a los dolores del parto. Marx, por su parte, diferencia la labor en tanto “reproducción de la vida individual” y propia, de su sustento y supervivencia, y la labor de procreación, como la producción de la “vida ajena”: la producción y reproducción de la especie. Para Marx la labor es el metabolismo (“conjunto de reacciones químicas que efectúan las células de los seres vivos con el fin de sintetizar o degradar sustancias”) entre el hombre y la naturaleza, metabolismo que compartimos con el resto de todos los seres vivos. Por medio de la labor el hombre produce lo vitalmente necesario para satisfacer los procesos de vida de su cuerpo; por eso la labor en el hombre termina cuando éste fallece y mientras tanto es repetitiva y cotidiana. La labor produce bienes de consumo, cosas y servicios tangibles y poco duraderos: la comida, las labores de casa y del campo, la limpieza, etc.
El trabajo, a diferencia de la labor, que es más corporal, es propio de nuestras manos. La Biblia lo dibuja con la expulsión del hombre y la hembra del paraíso con la condena divina al sudor de sus frentes, a cubrirse con el trabajo de sus manos, a fabricar una interminable variedad de cosas “cuya suma total constituye el artificio humano” (Arendt). Artificio: “Arte, primor, ingenio o habilidad con que está hecho algo; predominio de la elaboración artística sobre la naturalidad”, objeto de uso durable que otorga estabilidad y solidez a la vida humana. Es precisamente por su carácter durable que los bienes producidos se independizan del hombre que los produce y usa, es decir, se objetivizan. El hombre deviene y cambia a cada instante, pero la mesa, la silla, la casa, sus utensilios se objetivizan en un mundo hecho por y para el hombre. Los productos del trabajo no sólo se objetivizan sino que se instrumentalizan en medios sin valor intrínseco, propio e independiente. Son para ser utiles y utilizados. A diferencia de la labor, cuyos bienes son de consumo; los productos del trabajo son de uso. Si bien el consumismo ha mezclado ambos destinos, de suerte que los bienes de uso son ahora consumidos, al decir de Bauman, sin “la gratificación de los deseos”, sino con “un aumento permanente del volumen y la intensidad” de los mismos, de suerte que el síndrome consumista sea de “velocidad, exceso y desperdicio”.
El mundo privado es propio de la necesidad, del consumo y uso de naturaleza y de los artificios; perteneciente a la vida en su ámbito vital, que se expresa en tareas para la sobre y supervivencia del individuo y de la especie, bajo una relación de medio fin, donde los medios y los propios fines se instrumentalizan con propósitos de utilidad.
En estos ámbitos, cuando mentamos al mundo lo hacemos es su aspecto físico y objetivo, un mundo que incluye y se superpone a la naturaleza sobre la que nos enseñoreamos sobre y en contra de ella, pero también un mundo como “espacio articulado y definido por las cosas (artificios) perdurables en su seno” (Arendt): la casa, la ciudad, los utensilios, la rueda, las computadoras. Mundo privado, propio de la labor y del trabajo, de la necesidad y la utilidad, del medio y fin.
Pues bien, es en ese mundo objetivo y físico donde, “diferenciados de los bienes de consumo y los objetos de uso”, encontramos los productos de la acción. Pero ¿cuáles son esos productos? ¿Qué bienes producen? ¿Son éstos de uso o de consumo? ¿Cuál es su utilidad? Tales serían las preguntas que hoy nos haríamos, precisamente porque sufrimos de una “borradura” (Arendt) entre el mundo privado y el público. En otras palabras, porque preguntamos sobre el bosque bajo una perspectiva de árbol y dejamos de ver lo importante por atender lo urgente. Juzgamos y preguntamos sobre lo público con ojos propios de lo privado.
Veamos: la acción es una actividad humana que no produce bienes ni productos, al menos no de consumo ni de uso; no responde a la necesidad, no juega en el mundo de causa y efecto, ni de medio y fin; que no se mide en términos de utilidad. Que es propia del mundo público donde discurso y acción crean y constituyen un tejido de relaciones y asuntos humanos. El discurso y la acción “no sólo carecen de la tangibilidad de las otras cosas, sino que incluso son menos duraderos y más fútiles que los que producimos para consumo. Su realidad depende por entero de la pluralidad humana, de la constante presencia de los otros que ven, y por lo tanto atestiguan su existencia. Actuar y hablar siguen siendo manifestaciones exteriores de la vida humana, que sólo conoce una actividad que, si bien relacionada con el mundo exterior de muchas maneras, no se manifiesta necesariamente en él y no requiere ser vista, ni oída, ni usada, ni consumida para ser real: la actividad del pensamiento”.
Estamos aquí ante otro mundo, también humano, pero no físico ni objetivo. La labor y el trabajo se pueden dar o no en público. Cuando se dan en público, cuando al menos median dos, lo hacen en un espacio objetivo intermediado, a éste, el discurso y la acción lo transforman superponiéndole un “espacio subjetivo intermedio”, con relaciones múltiples de discursos y acciones. Este mundo de relaciones subjetivas es un espacio performativo donde los hombres se revelan y son escuchados y vistos, y, al hacerlo, dotan de sentido a ese mundo humano. Con el discurso y la acción los hombres iluminan el espacio público y plural. Y en este espacio subjetivo intermediado lo que producen los hombres con su acción es sentido y significado. A diferencia de la labor y el trabajo, cuyos bienes o productos son de consumo o uso, la acción humana lleva implícita su bien. La acción en el mundo de lo privado es individual y responde a la necesidad o a la utilidad; la acción propia del mundo público, al tener que ser intermediada entre muchos, es en sí misma el bien deseado: la intermediación, lo que es—entre. La acción no es un medio, es un fin en sí misma. La acción política no es un medio para la “vida”, sino “la encarnación o expresión de una vida significativa” (con significado y significante) (Arendt). Lo público (y, por ende, plural), siendo de muchos, exige tener sentido y hacer significado. La acción, propia del pensamiento y de la libertad intermediados en el ámbito público a través del discurso (deliberación) y acordados en un juicio y decisión colectivos, se expresa (es vista y es oída), es y así se cumple y perfecciona como comienzo.
Señalamos que el discurso y la acción expresaban el pensamiento, pero nos hace falta explicitar que éste es sustento de la libertad y aquéllos su expresión. Pero tenemos que hacernos cargo que la libertad no es solo un acto de voluntad, como lo consideraron los griegos, sino algo connatural al hombre. La libertad es una “realidad mundana y tangible”, sostiene Arendt, propia de un “nosotros plural” (Montesquieu): “la libertad es en rigor la causa de que los hombres vivan juntos en una organización política. Sin ella, la vida política como tal, no tendría sentido. La raison d’etre de la política es la libertad, y el campo en el que se aplica la acción”. Heidegger es más preciso y enfático: “la libertad no es una propiedad del hombre, sino más bien al contrario: el hombre es, a lo sumo, una propiedad de la libertad. La libertad es la dimensión integral y omnipresente del ser, en referencia a la cual el hombre llega a ser hombre en primer lugar. Esto significa que la esencia del hombre se fundamenta en la libertad”. Pero es necesario precisar que sólo se es libre cuando se actúa, “ni antes ni después, porque ser libre y actuar es la misma cosa” (Arendt). Para San Agustín, la libertad no se concibe como una “íntima disposición humana, sino como una característica de la existencia del hombre en el mundo”. En ese mismo tenor, más que poseer libertad, el hombre, o mejor dicho con su llegada al mundo, “aparece la libertad en el universo (…) El hombre puede empezar porque él es un comienzo; ser humano y ser libre son una y la misma cosa. Dios creó al hombre para introducir en el mundo la facultad de empezar: la libertad” (Arendt). En esto sigue a San Agustín: “Para que hubiera un comienzo fue creado el hombre, antes de lo cual no había nada”. Con el hombre llegó el comienzo y él llegó para comenzar y solo se comienza con la acción.
Pues bien, hoy enfrentamos dos perspectivas que en lugar de complementarse se contraponen suicídamente. Espero lograr expresarme: lo social pretende subsumir lo político. Lo vemos y sufrimos todos los días, López Obrador ha reducido la esfera pública a las necesidades individuales (apoyos monetizados) más apremiantes, incluso por sobre necesidades sociales: medicinas, guarderías, escuelas de tiempo completo, seguro popular, seguridad, consumo, servicios y apoyos sociales. En la necesidad y consecuente dádiva asistencial subsume todo lo político e impone la mera supervivencia cotidiana como el único ámbito posible de lo público, como “el interés general”, o mandato histórico incuestionable (4T), monolítico y antipluralista (único). Lo política reducida a dar de comer a las mascotas.
No es que las necesidades no existan y no se tengan que satisfacer, es que además de ellas el hombre aspira y en el fondo necesita —no como ser biológico, sino como ser pensante y libre— de un espacio propio de libertad y de acción. ¿Cuál es el problema? Que se pretenden enfrentar dos realidades, perspectivas, discursos y agendas, cuando ambas deben de existir, convivir y complementarse.
La agenda social no puede subsumir la política, ni aquella negar ésta. Dice Dana R. Villa: “El moderno ‘auge de lo social’ impulsa la absorción del ámbito público por las preocupaciones domésticas, mientras que el utilitarismo sistemático del homo faber desemboca en la ‘ilimitada instrumentalización de todo lo que existe’.” Lo señalábamos en otra entrega: “El interés general se reduce entonces a la “autorreproducción económica” de la vida, donde la sociedad pierde su carácter plural y el hombre su dignidad y trascendencia, y solo priva sobre lo plural, propio de los hombres, un interés único y monolítico, impuesto por la necesidad, no por la libertad ni en la pluralidad. El gobierno ya no es cosa de muchos (Polis), sino “Administración”, es “el gobierno de nadie, del que decía Arendt, no es necesariamente el no—gobierno; (sino que) bajo ciertas circunstancias, incluso puede resultar una de sus versiones más crueles y tiránicas”. Y añade: “La dominación ejercida por la economía (y por la burocracia en el nombre de la economía) crea una demanda sin precedentes de comportamientos racionalizados y disciplinados”, plagada de innumerables reglas que “tienden a ‘normalizar’ (uniformar) a sus miembros, a hacerlos conducirse bien, a excluir las acciones y logros espontáneos”, léase la libertad.
Así nos encontramos que en una deliberación la agenda de ciertos colectivos exige una forma específica de lenguaje, la preeminencia de una temática, o un enfoque uniformizado, impidiendo de hecho cualquier espacio público y deliberación posible. A veces quien reclama exclusión suele ser más excluyente de lo que cree.
De ahí la necesidad de defender lo político, sin menoscabo ni olvido de lo social, porque uno ve por la libertad y otro por la necesidad. Pero, sobre todo, porque sin lo político carecemos de ese espacio de intermediación que hace posible lo público, la libertad y el comienzo, que procesa y otorga sentido a nuestra convivencia.
Veamos el tema del INE. ¿Qué peleamos cuando lo defendemos? ¿Necesidades de consumo, productos de uso, o libertades intangibles, sin las cuales no seríamos más que seres biológicos y rebaños consumistas?
Cuando López Obrador dijo que la pandemia le había caído como anillo al dedo es porque el confinamiento rompió los espacios de deliberación pública y de libertad, y el miedo nos confinó en nuestras más elementales necesidades. Y por eso perdió toda cordura con la manifestación ciudadana del 13 de noviembre pasado, porque implicó pluralidad, pensamiento, libertad, discurso y acción. Porque los ciudadanos comenzamos un nuevo comienzo.
Concluyo: es tiempo que la sociedad recupere las dos perspectivas de lo privado y lo público, las de la necesidad y la libertad, de lo social y lo político, de la utilidad y del sentido; de defender la vida y defender el “mundo” humano propio de la libertad.
La necesidad humana y el sentido y espacio políticos no se contraponen, se necesitan y complementan. El discurso antipolítico tan penetrado en el inconsciente social, jamás fue contra los políticos —que en mucho ayudaron, sin duda alguna—, sino en contra de lo plural, la libertad y la acción.
El juego de las corcholatas no solo nos impone una agenda y un discurso únicos, y desvirtúa toda acción política. También nos roba nuestro tiempo, al imponernos un tiempo y necesidades artificiales, en lugar de dejar que lo plural se exprese y discurse, no solo en palabras, sino en el tiempo, que sólo en él es posible hallar sentido a la acción.
Sé bien que nuestros políticos gozan de la peor fama y contra ellos o a su favor se proyectan liderazgos sociales, unas veces para atacarlos, otras para guarecerlos bajo la sombra de aquellos. El enfrentamiento o utilización es falso y perverso: necesitamos de ambos liderazgos, cada quien en sus méritos y sin desnaturalizarlos o prostituirlos. Necesitamos también rendición de cuentas y ciudadanía activa y exigente. Pero dejemos atrás el conflicto entre sociedad y política. A riesgo de perder ambas y ser algo y no alguien.