Joel Hernández Santiago
El 6 de enero se celebra la llegada de los Reyes Magos hace 2021 años según la religión católica; es la Epifanía, que significa “manifestación” o “cuando se revela un asunto importante”.
Y como sin proponérselo esto parece haber ocurrido el pasado miércoles 6 de enero en Washington, EUA, cuando un grupo de fundamentalistas gringos tomaron por asalto el Capitolio estadounidense, con lo que ocurrió eso mismo: una manifestación y una revelación.
Ese día pasó lo que para muchos en el mundo era impensable. Insospechado. Inaudito. O de plano increíble: Que ese grupo de grupos de la ultraderecha estadounidense, azuzados por el todavía presidente Donald J. Trump, hicieron lo que para otros países es recurrente y peligroso. Pero para ellos es casa ajena y por lo mismo es “simpático” el espectáculo de las “Repúblicas bananeras” que ‘son capaces de esos graciosos espectáculos políticos’.
Aquí en México ha ocurrido la toma del Congreso, en varias ocasiones. Pero parece que no pasa nada. Allá pasó algo similar, y pasó todo. Pasó que los mismos estadounidenses no daban crédito a lo que consideraron una “rebelión”, un “atentado a la democracia”, un acto de “terror”, algo ‘repudiable’ o, como dijera esa misma noche el presidente electo de EUA, Joe Biden: “No es una protesta, es una insurrección”.
Y caló fuerte en el ánimo de los estadounidenses ya demócratas o incluso muchos republicanos. Con toda razón. Porque allá o en cualquier lugar del mundo, hechos como ese atentan a la democracia, a la seguridad institucional, a la vida de muchos y desestabiliza al cuerpo social.
Pero el hecho tiene un origen: es el resultado de una política de confrontación, de un permanente discurso de odio, de un proceso de polarización social estimulada desde el poder político.
Esto es lo que a lo largo de años hizo el casi ex presidente Donald J. Trump en su país. Eran recurrentes sus frases devastadoras. Eran frecuentes las descalificaciones. Los adjetivos. Las agresiones a otros, sobre todo a sus adversarios políticos dentro de su nación, como fuera de ella.
E hizo y deshizo a lo largo de su campaña, acusando a todo mundo –México estaba en su lista de agredidos con aquello de que somos ‘un país de narcotraficantes’, ‘de violadores’, ‘de criminales’, ‘de grasientos’ y ‘feos’. Y prometió a sus seguidores la construcción de un muro entre ambos países, el cual sería pagado por México…– así y más a lo largo de cuatro años, aunque con la pausa de su amistad con el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador.
Pero cuando ocurrieron las elecciones, y al ver que los resultados no le eran favorables, comenzó a lanzar mensajes por las redes sociales en los que desconocía los resultados y acusaba “fraude electoral”. E incitaba a sus seguidores “a defender su democracia” –por supuesto la democracia en la que si ganaba lo era, pero si no, entonces habría dejado de existir-.
En adelante sus discursos eran aún más graves, más incisivos y más violentos. Estaba enloquecido por los resultados que de plano le avisaban que ya sus desfiguros gubernamentales habían terminado. Que la solución era que dejara el gobierno.
De ahí en adelante, lo que sabemos: Instó a que el 6 de enero salieran sus seguidores “a defender su triunfo y la democracia”. Y lo hicieron con los resultados que todos vimos. Y con esto también terminaron con toda posibilidad para Trump. Se va y se requetevá el 20 de enero próximo.
Pero todo aquello deja una lección para muchos. Eso mismo: Que el discurso del odio, el discurso de la polarización, de la descalificación de quienes piensan distinto y la anulación de la visión democrática del gobierno para todos deja saldos que pueden ser catastróficos para un país; para cualquier país y para su gente, confrontada, enfrentada, intolerante y agresiva.
Tan grave era el discurso del odio y la polarización social de Donald J. Trump, que las tres distintas y más importantes plataformas de red social que existen en el mundo decidieron bloquear sus mensajes. Decidieron parar, ya, el estímulo a la confrontación y a la desestabilización. Está por analizarse con cuidado si hicieron bien o no, si atentaron a la libertad de expresión o no, pero por lo pronto lo que urgía era evitar el contagio del odio.
En México, a lo largo de los meses se ha estimulado un discurso de odio, de desprecio al adversario, de la descalificación e incluso de la agresión verbal, que significa una forma de acción social para muchos.
Ahí está el cotidiano mensaje-reacción de los comandos gobiernistas que agreden y descalifican a quien opina de forma diferente a la oficial y que, aun con aportaciones valiosas en muchísimos casos, son sometidos a escarnio y agria adjetivación. Ahí está en esas ‘benditas redes sociales’ –cuando así conviene— la confrontación social, el repudio a la crítica y al diálogo…
Y todo esto irá en aumento en tanto que pasan los días; en tanto se acercan las elecciones intermedias, o que se acerque la conclusión de un periodo sexenal. Y es peligroso para todos.
¿Cómo solucionar esto que puede ser una confrontación –que nadie en democracia queremos— que puede llegar a ser muy grave si se desbordan los controles, si se azuza a seguidores y si se sale del Estado de Derecho?
Parar ese discurso de polarización. Parar el mensaje de unos contra otros. De los buenos contra los malos. De los mexicanos contra otros mexicanos. Eso podría ser una solución.
Lo otro es gobernar para todos y en favor de todos. Y que todos, juntos, caminemos en México para construir a esa Nación que todos queremos, en donde todo esté cumplido para todos, con crecimiento económico, solidez institucional y democrática y paz social…igualdad y justicia. ¿Es mucho pedir?