Viviana González
Dicen que hay este tipo de poetas en Nueva York, yo nunca vi uno…pero el otro día hablando en mi casa durante el desayuno sobre los oficios más poéticos que existieron de verdad y sobre aquellos que nos hacen falta y deberían existir.
Primero, recordamos, seguramente solo los bolivianos teníamos este hermoso oficio, al señor “colchonero”, el señor que hacía colchones. Los requisitos eran tener un patio y sol. Imaginen la belleza de ese requisito, el día que venía el colchonero debía haber sol para que pueda trabajar y para que el colchón (hecho de lana de oveja) seque bien. El señor colchonero venía con su máquina para limpiar la lana de oveja pero él hacía todo un colchón de dos plazas a mano, el cosía el colchón. Recuerdo que cuando llegaba del colegio y sabía que él estaba, comía rápido para sentarme a su lado y ver cómo hacía el colchón. Es, quizás, el oficio más bello, más mágico y más artístico que recuerdo.
Recuerdo también a la lavandera, pero eso lo recuerdo con verguenza. Una mujer lavaba la ropa de las familias bolivianas, lavaba en el patio, cantidades de ropa, montañas. Por lo general estas mujeres terminaban con artritis. El frío de La Paz, las cantidades de ropa para lavar. Nosotros tuvimos una lavandera que se llamaba Flora, fue además alguien que, de alguna forma me crió, mi abuela la quería mucho y fue la madrina de su hija. La Flora se sentaba, después de lavar, en una banca en la cocina de mi casa y tomaba café con pan. Cuando ella se iba yo jugaba a ser la lavandera y después me sentaba en la misma banca, volteada, como ella lo hacía para tomar café con leche con pan. Ella contaba historias del kari-kari, de gemelos que tenían poderes mágicos en El Alto.
Hay una avenida en La Paz que se llama “La bandera” y yo pensé que era una especie de homenaje a la “Lavandera”. Todavía no hay calles que rindan homenajes a estos oficios: aparapita, lavandera, heladero, colchonero, constructor, cuidadora amorosa de niños, mamá dos, es decir, niñera.
Ayer encontré un documental de una película peruana titulada “El cargador” y recuerdo al cargador, también en Bolivia, el aparapita. Un hombre que esperaba en las afueras de los mercados para cargar grandes cantidades de papa, arroz, etc. pero a veces refrigeradores, televisores, todo en sus espaldas, sin la ayuda de nadie. En el documental mostraban un cargador que llevaba unos “finísimos” muebles a la casa de una familia aristocrática cusqueña, veías las manos deshechas del hombre y a los aristócratas esperando sus muebles.
Qué crueles y terribles fueron esos tiempos donde la idea del “indio” como bestia de carga marcó nuestra infancia/adolescencia. Los cargadores andaban con abarcas. El pago era en monedas. Eran, si lo piensan, una especie de Hércules reales. Dioses al servicio de la humanidad. De una miserable humanidad que siempre ha dividido en clases al hombre.
Luego hablamos del poeta. Recuerdo en La Paz, cuando yo tenía 5 o 6 años, algunos subían ofreciendo sus libros a los micros. Nadie compraba.
Pero imagino al poeta invitado a las casas. Quiero decir el oficio del poeta en las casas y oficinas. ¿Quién es ese? El poeta. Hoy estará aquí todo el día, haciendo poesía. Y ahí tienen al poeta en las casas o en las oficinas durante toda una jornada escribiendo lo que ve. Qué gran trabajo. Yo quiero. Vino el poeta, dirán los niños y se alegrarán de su llegada y se sentarán a su lado como me sentaba yo al lado del señor colchonero.