Luis Farías Mackey
Siempre me ha llamado la atención la fijación de Borges por las fisuras, esos intersticios tras los que se oculta un más allá.
Pero Borges no fue el primero. Hesíodo (700 a. C.) en su Teogonía (origen de los Dioses) ubica la grieta primordial antes del nacimiento de los Dioses y fuerzas elementales, una especie de estado primigenio del cosmos al que llamó Caos: “espacio que se abre” o “hendidura”. Del verbo Xáw, griego: “bostezar”, “abrirse una herida”, “abrirse de una caverna”.
Más tarde, 500 a. C., se le identificó como el aíre, espacio o vacío donde se encuadra la existencia. Fue hasta Ovidio (43 a. C.) que adquirió su acepción de “confusión elemental”:
“Antes del mar y de las tierras y, el que lo cubre todo, el cielo,
uno solo era de la naturaleza el rostro en todo el orbe,
al que dijeron Caos, ruda y desordenada mole
y no otra cosa sino peso inerte, y, acumuladas en él,
unas discordes simientes de cosas no bien unidas.
Ningún Titán todavía al mundo ofrecía luces (…)
una masa bastante cruda e indigesta,
un bulto sin vida, informe y sin bordes,
de semillas discordantes y justamente llamada Caos”.
Caos, “lo que se abre, lo que se separa”, abismo que se despliega inconmensurable, sin fondo, sin punto de apoyo; la fisura que apertura toda posibilidad. La vida misma se contagia por una fisura y nace de “abrirse una herida”.
Para Nietzsche el caos es necesario“ no porque en él rigen unas leyes, sino porque faltan leyes en absoluto y porque cualquier poder saca en cada instante su última consecuencia”.
No hay macizo montañoso sin abismos, ni monolítico sin fisuras, ni habría tierra sin placas teutónicas en constante lucha. Tampoco hay poder sin quiebres.
Sostiene el presidente que la “revolución de las conciencias” —nuevo apelativo de la 4T— “es lo más cercano a lo irreversible”. Y advierte: “Pueden darle marcha atrás a lo material, pero no van a poder cambiar la conciencia que ha tomado el pueblo de México”.
Preguntemos a las mujeres afganas, que habían probado el mundo moderno y en un fin de semana regresaron a la edad de piedra; busquemos en las piedras que vieron a Troya caer, o en las esculturas en la profundidad de la Atlantida, o en las cenizas despedigadas en el desierto en que se convirtió la Biblioteca de Alejandria, o en las cabezas de Luis XVI y María Antonieta. Preguntemos al último de los Zares, a las plantas de los pies de Cuauhtémoc, al Muro de Berlin. Hurguemos en los vestigios del Pacto por México, del invencible PRI, de la democracia venezolana; observemos a Rosario Robles y luego hablemos de la “irreversibilidad” del mundo.
“Egepticismo”, le llamó Nietzsche. Ese afán de deshitorear el devenir y hacerlo pirámide y momia. El fin de la historia, presumió Fukuyama; él mismo ya historia. El Riech de mil años, le llamó por Hitler en un suspiro de locura hecha globalización.
Contra ese delirio de petrificar el instante en eternidad, se impone el poder de la fisura, del caos, de lo posible —dice De Chardin— “En la escala de lo cósmico, sólo lo fantástico tiene posibilidades de ser verdadero”.
Y contra quienes petrifican el mundo recomienda Nietzche la filosofia del martillo: “aún hay que tener caos dentro de sí para poder dar luz una estrella danzarina Yo os digo: aún hay caos dentro de vosotros” y el martillo liberara de lo irreversible del mármol la belleza de la escultura que tras su fisura ¡aprisiona!
Por eso, nos advierte el filósofo:
“La ilusión miente más bellamente en aquellas cosas que son más similares; pues el abismo más pequeño es el más difícil de salvar”.
La ilusión, dice — llámese revolución de las conciencias o 4T— miente más bellamente en lo que le parece más similar: lo sólido, lo consistente, lo eterno, lo irreversible. Pues la fisura más pequeña, tras la que se abre el abismo de toda posibilidad, es siempre la más difícil de salvar.
Aún más cuando de emergencia de respiración de boca a boca se requiere de aclamación cesarista para proclamar “democráticamente” el fin de la historia.
La verdad es que lo único irreversible son las fisuras: “carácter general de la eternidad”.