Luis Alberto García / Moscú
*Los latinoamericanos se lucen como nadie cuando salen de casa.
*En Rusia se revelaron como veinteañeros sin adolescencia.
*Ejemplo cívico de los japoneses: limpiaron hasta las tribunas.
*A los mexicanos no los remedia ni una reforma educativa.
Los grupos de gritones rebeldes, ingredientes principalísimos en el balompié mundial –además de léperos, ruidosos, intolerantes, ignorantes, resentidos, simpáticos, antipáticos, violentos, iracundos, coloridos y otras lindezas que cargan desde que fueron ideados hace más de un siglo, cuando el futbol ni de lejos alcanzaba la organización actual- son una plaga en la mayoría de los países que tienen que soportarlos.
Hay excepciones al respecto, como es el caso de Japón -con seis participaciones mundialistas y veinte partidos jugados en esas justas-, cuya afición, apasionada en extremo desde que el futbol cobró auge, en parte gracias a Arthur Coimbra Antunes, el gran brasileño ”Zico”, quien introdujo y respaldó la organización que hoy existe en diferentes niveles en la nación de Sol Naciente.
Sin embargo, también podemos darnos una idea de alto grado de civismo de la sociedad japonesa, como se vio en las actitudes de los seguidores de su selección nacional –los “samuráis azules”, como les dicen a los aguerridos futbolistas a quienes todos adoran-, y que en la Copa FIFA / Rusia 2018, como personas civilizadas que son, recogieron hasta la basura de las tribunas después de cada partido.
Y solamente entonces, después de años y años, gracias a los alcances que han logrado los medios de comunicación e información en el mundo, los demás ciudadanos del planeta aficionados al futbol o a otros deportes de masas, descubrimos que eso era cierto y muy posible.
Como no faltan las comparaciones, lamentablemente también pudimos ver a los latinoamericanos –argentinos, uruguayos, brasileños, peruanos, colombianos, mexicanos, panameños, costarricenses y ciudadanos de otros lares- que se quisieron pasar de listos con las bellísimas mujeres rusas, haciéndoles decir estupideces en español para colocarlas en sus redes sociales.
No faltaron los descerebrados latinos de toda la vida que salieron de su casa y se revelaron a sí mismos como veinteañeros que no han terminado o no han pasado por la adolescencia, y a los que no se puede llevar a una fiesta sin arriesgarse a un bochorno, a una vergüenza mayúscula por culpa de cualquier mentecato.
Los aficionados -cuentan quienes han estudiado sus comportamientos- son los más genuinos embajadores o representantes de una cultura, y los futbolistas de un país pueden haber nacido en otro e incluso hablar mal el idioma; pero por fortuna únicamente aparecen en ocasiones especiales, controladas para decir tonterías inofensivas, dictadas siempre por asesores de prensa.
En cambio, los fanáticos de las gradas van por el mundo estrafalariamente ataviados con trajes típicos: de plumeros como los mexicanos, que les gusta vestir como Quetzañcoatl –la serpiente emplumada-; los islandeses, suecos, daneses y noruegos con cascos vikingos; disfrazados de loros como los brasileños, chilenos que se sientes cóndores andinos, y así, repartiendo por el mundo sus ridiculeces.
Ellos afirman que es portar y mostrar el sabor local de sus países de origen, lo cual no debe ser un trabajo fácil, porque cargar mojigangas y disfraces como esos cuesta y estorba; pero allá cada quien sus gustos, porque de éstos se rompen géneros, como aseguran los clásicos.
Algo muy del gusto de los mexicanos es gritar dos palabras que han identificado a los descendientes de los aztecas en los estadios del mundo:”eeeehhhh, puto”, es el grito insolente que lanzan a los arqueros del equipo visitantes cuando hacen su despeje hacia el lado rival, muestra del bajo nivel de esas masas ariscas y groseras –festejadas y toleradas por las autoridades mexicanas –deportivas y no deportivas- que no las endereza ninguna reforma educativa.
A fin de cuentas, los fanáticos acaban sintiéndose el jugador número 12, elementos incómodos que pagan dinero –muchísimo la mayor parte de las veces-, en vez de cobrar; pero creen que juegan, cuando ellos y la suerte son totalmente prescindibles cuando una pelota está en disputa.
Quien se supone es el mejor pateador de un equipo dispara un penal y decenas de miles de personas le gritan en su cara que lo falle, lo insultan, rezan y se acongojan, y si lo mete, otras tantas saltan, gritan y se ríen, como si algo importante hubiese cambiado en sus vidas.
Desde la cancha, el jugador agradece, insulta, los manda callar, hace gestos obscenos, como los hacen con sus compañeros y rivales, o al menos así lo viven: dicen “ganamos”, incluso cuando lo único que han hecho es mirar un aparato de televisión con una cerveza en la mano: “ganamos”, como si hubiesen corrido muchos kilómetros como Luka Modric, el croata ganador del “Balón de Oro” de Rusia.
A propósito de esos y otros grupos de animación, en Rusia existe un decreto-ley (úkase, se decía en tiempos del zarismo autocrático- contra la propaganda homosexual, sin que se pueda mostrar ninguna apología sobre el tema a menores de edad y, por lo tanto, está prohibido ondear la bandera del arcoíris por las calles.
Sin embargo, durante el Campeonato Mundial de futbol, seis activistas decidieron desafiar la prohibición del gobierno y se vistieron con camisetas de algunas selecciones con esos siete colores, entre ellos los de España, Holanda, Brasil y México, caminando y corriendo juntos por avenidas, plazas y tribunas, siempre en orden, sin que nadie sospechara que estaban protestando.
En el fondo, los aficionados son así: trátese de “fanats” rusos, forofos españoles, tifossi italianos, “barras bravas” argentinas, porras mexicanas, “hooligans” britránicos y otros alebrestados del país de donde vinieren; pero cada uno de sus simpatizantes se identifica con algo tan vago y general como unos colores, a veces los patrios, y lo más serio es que están dispuestos a dar la vida por ellos.
Los estudiosos de la psicología social juran y perjuran que no existe explicación o razón de por qué cada persona asiste gustosa a un estadio, se endeuda con el banco e hipoteca hasta la casa para viajar a un evento mundial de la envergadura del habido en Rusia en el verano de 2018; pero llora más por la derrota del equipo que por asuntos mucho más relevantes.
“Cada fanático del futbol constituye una manifestación o un poder invisible, y va por la calle con banderas desplegadas que todos hemos visto; pero cuyo sentido último ni conocemos”, subrayó Miguel Noé Murillo, aficionado mexicano, perdido de amor por su equipo nacional, el “Tri” que acabó en el sitio número 12 de un torneo ruso que no lo satisfizo.
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