Magno Garcimarrero
Mamá y mama son palabras asociadas y mentalmente inseparables, una evoca siempre a la otra, son como un racimo de uvas según observa Alex Grijelmo en su libro “La seducción de las palabras”, no se puede jalar una sin pellizcar la otra.
Lo mismo puede decirse de papá y papa.
En estos cuatro términos el parentesco está asociado con el alimento, con la satisfacción del hambre que es la primera urgencia humana.
Más aún, padre que no provea alimentos y madre que no de teta o chupete cuando menos, serán despreciables y no recibirán el amor de sus hijos. Así que es válido concluir que el amor materno no es otra cosa que gratitud por haber sido alimentado, esto es, no se trata de un asunto del corazón sino del estómago.
Las referencias históricas más antiguas a la madre, nos vienen del paleolítico superior, (hace 20,000 años), en estatuillas talladas en piedra como la Venus de Willendorf, encontrada en lo que es ahora Austria. La Venus de piedra de Laussel, relieve localizado en Francia, y la Venus de arcilla de Vestonice, Checoslovaquia.
En todas ellas el o la artista resaltó prominentemente las caderas y los pechos, de tal modo que, los científicos actuales, infieren que se trata de íconos invocadores de la fecundidad.
Son evidentemente imágenes de mujeres paridoras y amamantadoras. ¡Y esa es la primera noticia científica de lo maternal! Dicho de manera más coloquial, es la primera mentada de madre que se conoce porque fue tallada en piedra.
La mentada de madre tiene como trasfondo psicológico el tabú del incesto del que no se tiene noticia histórica de cuando se implantó en la vida social o familiar, aunque Freud lo ubica al mismo tiempo que la toma de conciencia de los lazos de familiares, pero ya en la Grecia de Sófocles, hace 2500 años (496-406 A.C.), se tenía obviamente, como una auténtica tragedia, que podía empeorar matando al padre, sacándose los ojos de arrepentimiento y viviendo atenido a la hija.
La figura materna en México, hasta principios de los cincuentas en que el Arquitecto Besnier paró en la ciudad de Xalapa el monumento a la madre más buena del mundo, había sido la de una anciana de cabecita blanca al estilo de Sara García o de una indígena trenzuda cargando a su chilpayate envuelto en un reboso.
La conducta deseable de toda madre mexicana era abnegación, sumisión, resignación, fidelidad, disposición incondicional para el petate y el metate entre otras cosas y, con ello se hacía acreedora a que Pedro Infante le cantara elegías como, por ejemplo:
“Quiero verte doblando la milpa/ quiero verte torteando la masa/ quiero verte cargando un escuincle/ que muy pronto me diga papá”.
Todavía en los años sesenta se filmó una extraordinaria película mexicana que se llamó “Mecánica Nacional” y en la que al protagonista le pasaban en un mismo día las tres peores desgracias que le podían ocurrir a un paisano de esa época: se moría su mamá, le ponía los cuernos su mujer, y su hijita adolescente perdía la virginidad. Documento digno de pasar a formar parte de los más certeros análisis de la personalidad del mexicano.
Por fortuna las cosas han cambiado en el siglo XXI.
Las madres han cobrado un lugar en el espacio, las mujeres ya no son conocidas solamente porque son las hijas de Fulano, la mujer de Zutano o la mamá de Mengano.
La abnegación ahora es difícil definirla, la ausencia de sumisión es una forma de recobrar la integridad personal y el derecho a tomar las propias decisiones, la resignación ya sólo es una actitud que se asume ante la muerte, la fidelidad es ahora una cualidad de los aparatos de sonido y ya los metates y los petates son piezas del museo de antropología.
La nueva madre mexicana es un ser humano sin culpas, sin lágrimas, que compite en la vida social y gana, que ya no ve como único destino el matrimonio, que ya no necesita de tecomates viejos para flotar y por consecuencia no castra ni a su pareja ni a sus hijos… Ni se deja castrar por ellos.
M. G.