Luis Farías Mackey
El hombre es una “maraña de serpientes salvajes que rara vez encuentran paz las unas con otras”; serpientes que en el desencuentro “avanzan por sí mismas buscando su presa en el mundo”, nos dice Nietzsche.
Nietzsche describe así el inconsciente mucho antes que Freud. Jamás sabremos si su maraña de serpientes lo llevó a la locura. Pero sí que la personalidad es la integración de todas ellas: de todas las partes del individuo, las malas y las buenas.
Ahí empieza el problema. El mundo judeocristiano nos enseña a negar el mal en nosotros, tanto como lo negamos en Dios. Él, se nos dice, no conoce el mal. Pero cómo podría ser perfecto, omnipotente y omnisapiente si le faltase en su ser el mal. El Dios del Antiguo Testamento es uno vengativo y furioso. Spinoza lo aprendió a los veintitrés años al ser “expulsado, maldito y execrado” de su sinagoga en Amsterdam: “Que sea maldito de día y de noche. maldito durante el sueño y durante la vigilia. Maldito a la entrada y maldito a la salida. No quiera el Eterno que se le perdone jamás. Quiera el Eterno desatar contra ese hombre toda su cólera y desencadenar contra él todos los males mencionados en el libro de la Ley; que su nombre sea borrado de este mundo para siempre jamás, y que Dios se plazca en separarlo de todas las tribus de Israel y afligirle todas las maldiciones que contiene la Ley”.
Spinoza no buscaba burlarse, ni lamentarse, menos detestar; solo quería comprender. Ese fue su pecado y es el de tantos otros hombres que buscan poner en paz las serpientes entre y en los hombres. En su castigo Spinoza aprendió que la superstición es el mejor medio de gobernar a la masa: “La simple discusión se toma como un sacrilegio, y al juicio lo absorben tantos prejuicios que la sana razón no se puede hacer escuchar, ni siquiera para sugerir una sencilla duda”. La religión, dijo él —nosotros podemos agregar la política hoy en México—, no es más que un culto externo, superstición y fe, no consisten más que en la credulidad y prejuicios, “de aquellos que reducen a los hombres racionales al estado de animales (…) porque parecen inventados ex profeso con el fin de apagar la luz de la inteligencia”. De ahí las hogueras y guillotinas, los “fusilamientos pacíficos”, las “traiciones a la patria”; los “al carajo”.
Y no mezclo caprichosamente religión y política, rescató de la historia lo que es del César y lo que es de dios, porque el laicismo no es antirreligioso, es político. La religión es de fieles e infieles en lucha eterna y a muerte: guerra cósmica entre el bien y el mal. La política es de todos en pluralidad, tolerancia y civilidad: mesa redonda donde tienen asiento y entre todos construyen convivencia. De allí la urgencia hoy en México de separar la Banda Presidencial del púlpito, del culto, la superstición, el iluminismo y el fanatismo.
Regreso a Nietzsche, quien siempre pugnó por algo “Más allá del bien y del mal”. En nuestro inconsciente conviven un inconsciente personal y otro social que hunde sus raíces hasta el primer homínido y, probablemente, a etapas previas a las biológicas (la ameba), a niveles químicos, incluso nucleares. No quiere esto decir que aceptemos, abracemos y hasta “cuidemos” al mal, pero sí que seamos conscientes que en nuestros estados más instintivos hay pulsaciones que nos aterran, pero que solo aceptándolas, viéndoles a los ojos, seremos capaces de cambiarlas o, al menos, manejarlas.
Somos un montón de enfermedades —una maraña de serpientes— y tal es la razón de causar dolor en otro. Nadie causa dolor a otro a menos que sufra dolor. Jung los explica así: “solo torturan o lastiman las personas torturadas o heridas ellas mismas; quieren librarse de su propio sufrimiento lastimando a otros, a fin de sentir que el dolor no está dentro de ellos”. Que el mal, la culpa, la debilidad, la enfermedad, el vicio con cosas exclusivas del “otro”.
Por ello las sociedades son tan afectas a la nota roja, al cine de violencia y hasta a los escarnios públicos —antes fueron los sacrificios humanos, horcas, hogueras, decapitaciones y lapidaciones, hoy son mañaneras—, porque, como con Jesús crucificado entre ladrones, expiamos el miedo al mal en nosotros, en el alivio psicológico de la redención comunitaria de la humillación ajena: las casas de Loret por la de José Ramón, o “no somos iguales”.
Eso hacia fuera, pero, ¿hacia dentro? En lo personal solemos ser reticentes a sacar a flote las cosas más pesadas de nuestro inconsciente. Lo cual, es natural, no solo por miedo a lo desconocido, sino por temor a no poder controlar esas partes oscuras de nuestro ser. Todo mundo en su inconsciente tiene apetitos de poder, venganza, riqueza, sexo. El hecho de tenerlos y que nos asalten y sorprendan, no quiere decir que caigamos en ellos y seamos criminales natos e irredentos. Pero su carga y temor —con su sola presencia— son tan excesivos que preferimos negarlos y, así, en el tapanco de nuestro inconsciente, adquieren sombras de tamaño monstruoso que no responden a sus dimensiones reales, y que solo se conocen cuando, finalmente, les enfrentamos.
Pero en lugar de encararlos, preferimos crearnos y guarecernos en una historia de pureza, heroicidad y confort, en la que nos sentimos a gusto y a salvo. Tal es el caso de los mesías que son solo bien, de los apolíticos sin apetito de poder alguno, de los apartidistas y santurrones de la democracia sin adjetivos, de las víctimas eternas. Mientras más alto creen volar, más se despegan de la tierra, más niegan sus instintos y debilidades, y menos pueden controlarlos. Se vuelven irreales, inalcanzables, infalibles, sagrados. Flotan sobre los hombres, ya no se pertenecen; encarnan ideales metafísicos, quimeras, virtudes divinas, verdades eternas. Su cruz, dicen, no es de este mundo. Pero éste es el único que tenemos.
Ya no son humanos, creen caminar sobre las aguas, cuando en realidad los maneja lo más profundo del inconsciente que tanto temen y niegan.
Por eso Nietzsche jugó siempre con figuras crepusculares, como la serpiente enroscada al cuello del águila en vuelo simbiótico y el ocaso que se hunde en aurora, o como el mundo, entre la luz del sol y la luz oscura de la luna: en algo más allá del bien y del mal. Por eso Zaratustra rogaba volar como el águila con la inteligencia de la serpiente: “¿De dónde proceden las montañas más altas?, así pregunté en cierta ocasión. Entonces aprendí que proceden del mar. Este testimonio está escrito en sus rocas y en las paredes de sus cumbres. Desde lo más profundo debe lo más alto alcanzar su altura”.
Todos cargamos nuestra maraña de serpientes, por más que no lo queramos aceptar. Por eso, incluso, desde la más antigua mitología la serpiente siempre ha estado presente con un papel crepuscular entre lo lóbrego y lo divino: en Delfos, las “Pitonisas” cuidaban al pitón y expresaban los augurios de los dioses. No en balde en su frontis quien acudía al oráculo leía: “Ten cuidado de lo que deseas”, porque, diría Nietzsche, no hay cima sin abismo.
El problema no es tener serpientes en las entrañas, sino no hallar paz entre ellas, ni leer la inteligencia de su naturaleza terrenal. Porque entonces, cual serpiente en solitario, sin el águila del consciente, cada quien sale al mundo a buscar su presa, que no es otra que el resto de sus semejantes y, antes que ellos, el sujeto mismo.
Por eso nadie expía su dolor y penas en el dolor y escarnio ajeno, por más que en ellos se solace y resguarde.
El verdadero triunfo está en vencerse a sí mismo. Sin esa victoria, lo “otro” —todo lo que no soy yo—seguirá siendo culpable eterno de todos mis males; yo, la victima sin solución y el problema in crescendo.
Algo así como ¡mañaneras sin fin! O, si se prefiere: “marañeras” de serpientes.