Gregorio Ortega Molina
A Malena Mijares, Martha Anaya, Ignacio Ortiz Monasterio,
Humberto Musacchio, Diego Valadés, Niguel Plab y Juan Villoro
Mentir es inherente a la condición humana. Puede hacerse de manera abierta, hostil, provocadora, o por hábito, o por creer que ocultar una verdad pura y simple, ayuda a la relación familiar.
– ¿Cómo te sientes?
– Como nuevo -habla el marido, padre, hermano, esposa, hija o hijo-, asevera sin titubeos, aunque recién le diagnosticaron una enfermedad terminal, o le despidieron del trabajo hace unas horas.
La mentira puede ser automática, o rebuscada, planeada con dolo y cierta perversidad, porque se quiere, se necesita infligir dolor, se requiere satisfacer una venganza más allá de la puerilidad de contar hechos no verificables por imposibles, pero que quien los escucha los compra a pie juntillas, pues ama a quien engaña, o lo respeta, o porque no le queda de otra, depende económicamente de la persona que sujeta y humilla, porque ya olvidó respetar y proteger.
Engañar es un arte. Trasciende la actuación del teatro y el cine, sólo los líderes sociales, políticos y religiosos la dominan con maestría. Evoquen los escenarios cuidadosamente preparados por Leni Riefenstahl y Joseph Goebels para los mítines de Adolfo Hitler.
Busquen las imágenes de los ocurridos en Nuremberg o Berlín, para darse cuenta de la dimensión de la mentira con la que se puede conducir a la sociedad a su propia destrucción.
A diferencia de la actuación, contenida en la pantalla o en el escenario teatral, la mentira suele adueñarse de todos los ámbitos de la vida.
La otra vertiente de ese mismo escenario es el miedo, el terror, el pavor a que Joseph Stalin, o alguno de los esbirros a su servicio, condenen a vivir a sus opositores en el Gulag, porque la muerte puede ser -en ese contexto- un castigo menor.
¿Puede la Fe convertirse en una mentira, o viceversa? En materia de creencias espirituales y religión el asunto se complica, por la sutileza de los “intermediarios” entre la divinidad y el creyente. Han transformado a las religiones trascendentales en pingües negocios para unos cuantos o unos muchos, basta con recordar a Paul Marcinkus y sus acrobacias de especulación financiera con la riqueza vaticana, la Logia Masónica P2 y la muerte de Juan Pablo I.
Pero creo que lo que realmente trastoca el ámbito de la Fe, más allá de la mentira burda o piadosa, es la simulación.
Aquí aparecen las equivalencias, las analogías entre los administradores y procuradores de justicia, y los sacerdotes como celosos guardianes de la pureza espiritual de los feligreses. Se trata de la simulación en su más perfecto ejercicio, superior al de actrices y actores consagrados, porque cuando los vemos en el teatro, el cine o la televisión, de antemano sabemos que actúan para nosotros, y se supone que los prelados de toda religión no pueden actuar, porque su deber es ser. Lo mismo ocurre con jueces y policías.
El pastor, tanto el de mitra y báculo como el de sotana y sandalia, tiene una función fundamental: ser… ejemplo, guía espiritual, salvoconducto, enlace, maestro… Ser, pues.
Pero, qué sucede cuando el ser humano, o la hermana en que depositas tu confianza y el camino de tu salvación personalísima, simula servirte para llevarte por otra ruta: la de la perversión, y te humilla y abusa, y ejercita sobre el cuerpo de la persona a la que ha de salvar, todas sus desviaciones y fantasías sexuales, o lo convierte en cómplice de otros delitos, como el robo, y peor, el debilitamiento de esa Fe cuya obligación es consolidar.
De manera similar sucede con policías y jueces. En lugar de defender a los ciudadanos, unos se convierten en torturadores y horrible, en asesinos para servir a los intereses de quienes gobiernan o los corrompen, mientras los otros venden los juicios.
No hay peor simulación civil, política, gubernamental. Torcer la justicia y la ley modifica las reglas del juego en la convivencia y en la supuesta democracia. Aparece la impostura de los juicios a modo, el engaño de la investigación científica y con respeto a los derechos humanos, para encubrir a los auténticos, los verdaderos responsables de los crímenes de lesa humanidad, del genocidio, porque supongo que todos estamos conscientes de que para acabar con un grupo étnico, con una raza, con un sector de la población, basta con imponer las políticas públicas adecuadas, y así evitan disparar un solo tiro, pero no pueden eludir llenarse las manos de sangre por el hecho de haberse vendido en cuerpo y alma.
Es en las novelas y ensayos de Leonardo Sciascia donde mejor narradas aparecen las consecuencias de la impostura en la procuración y administración de justicia, aunque también es posible que acierten con esa claridad Henning Mankell y John Connolly y Petros Márkaris.
Es Connolly quien deja anotado: <<Ya no creemos en el mal, sino sólo en actos malvados que pueden explicarse mediante la ciencia de la mente. El mal no existe, y creer en él es sucumbir a la superstición, como cuando uno mira debajo de la cama por la noche o tiene miedo a la oscuridad. Pero hay individuos para quienes no encontramos respuestas fáciles, que hacen el mal porque son así, porque son malvados.
<<… Es fácil extraviarse en la oscuridad cuando se vive en los márgenes de la vida moderna, y una vez estamos perdidos y solos, hay cosas que nos aguardan donde no hay luz>>.
Esa ausencia de luz nos conduce a reflexionar sobre las máscaras y su uso, alejado, en la actualidad, del que le dieron autores y actores para escenificar la tragedia en Grecia, o llevar al escenario al teatro Kabuki.
La máscara deja de ser una sobrerrepresentación de la realidad en el escenario -me refiero al ámbito que conozco. Nada sé del uso de ellas en África u Oceanía-, para convertirse en ocultamiento, primero, en advertencia, en sentencia, después y al mismo tiempo que en protección de la identidad de esos guardianes del orden o militares que persiguen terroristas y delincuentes.
Aunque también hay máscaras que parecen no existir porque no se ven, pero allí están, como lo advierte María Zambrano: << No hay personaje histórico que no se vea obligado a llevar una máscara. Reciente, apenas pasada, está en nuestros ojos la visión de las últimas, de las que esperamos sean las últimas.
<<Y no hay máscaras, personaje enmascarado, que no desate un delirio de persecución. Podría preverse el número de víctimas que a un cierto régimen corresponde, mirando tan sólo la máscara que lo representa. A mayor potencia de representación, mayor el número de las víctimas. Y no es necesario que las víctimas sean hechas por decreto cruel, por delirio persecutorio.
<<… pues sólo bajo máscara el crimen puede ser ejecutado. El crimen ritual que la historia justifica. El hombre que no mata en su vida privada, es capaz de hacerlo por razón de Estado, por una guerra, por una revolución, sin sentirse ni creerse criminal>>.
Junto con esa máscara aparece la de los mitos, ejemplificada en la usada por Santo, el enmascarado de Plata. Es la lucha entre el bien y el mal, la confrontación eterna, la máscara contra la cabellera.
Sobre ambas, en un destello enceguecedor se difunde la máscara de los terroristas, de esos asesinos ensoberbecidos por una Fe ciega que los lleva felices a morir, matando. Es la que encubre el rostro del que suelta las cabezas de los degollados en las pistas de baile, del que anuncia la ejecución de un secuestrado, cuya muerte fue determinada por el Estado Islámico.
En contrapartida aparece en escena el pasamontañas del elemento de seguridad cuya identidad, consideran, debe protegerse.
Es el uso de la máscara como parte de la legalidad que está en manos de jueces simuladores y policías corruptos; o su uso oficial, desde las políticas públicas, desde la tribuna del Congreso, desde el supremo Poder Ejecutivo, esa máscara transparente que refleja la definición del verdadero, auténtico poder ofrecida por Jesús Reyes Heroles a los legos de la política: la secretaría de Gobernación no se ve, pero se siente.
Es la simulación artesanal, refinada, que sustituye las mentiras formuladas por aquellos que buscan llegar al poder, conscientes de que no cumplirán con lo ofrecido.
Y la impostura disfrazada de espiritualidad desde la Fe, que atesora feligreses, fortuna, poder, cuya máxima expresión es la infalibilidad como dogma.