En un momento en que el país debería consolidar su democracia y garantizar su soberanía, México parece caminar sin blindaje institucional ante un entorno interno devastado por el crimen organizado y un contexto externo marcado por presiones geopolíticas que escalan cada semana. Mientras los poderes del Estado se debaten entre la parálisis, la fragmentación y la opacidad, los grupos criminales avanzan sin freno y el gobierno de Estados Unidos —con Donald Trump a la cabeza— prepara el terreno narrativo y legal para justificar una posible acción directa en suelo mexicano.
La escena nacional es de alta fragilidad. Las recientes cifras de homicidios dolosos en estados como Sinaloa, la migración masiva de operadores del narco a la capital del país y la evidencia de control criminal sobre aduanas, puertos y gobiernos locales revelan un Estado superado en varias regiones del país, donde el poder de fuego no lo ostentan las Fuerzas Armadas, sino cárteles que operan con inteligencia, recursos y protección institucional.
A esto se suma una clase política legislativa dividida, sin capacidad para garantizar la renovación de órganos clave, como quedó expuesto en la fallida votación del Senado para elegir magistrados electorales. La desconfianza entre facciones, los vetos cruzados y la disputa de poder entre grupos internos de Morena han convertido al Congreso en un escenario de pugna y no de gobernabilidad, agravando la percepción de que no existe cohesión alguna en el diseño del rumbo nacional.
En el plano económico, la guerra arancelaria entre Estados Unidos y China ha arrastrado a México a una crisis que no generó, pero que le afectará profundamente. La volatilidad del peso, el encarecimiento de productos tecnológicos, la caída del petróleo y la contracción en sectores clave como la exportación manufacturera podrían marcar el inicio de una recesión encubierta, justo cuando el país se encuentra sin un aparato institucional sólido para responder.
Y en este contexto, la amenaza más grave viene del norte. Con un discurso que mezcla populismo, seguridad y xenofobia, Donald Trump ha planteado la posibilidad de atacar con drones a los cárteles mexicanos, una idea que no es solo retórica electoral: tiene respaldo dentro del Partido Republicano, de sectores del Pentágono y de agencias de inteligencia que ven en México una amenaza de seguridad nacional por la epidemia de fentanilo.
Lo más alarmante no es el anuncio, sino la pasividad con la que se recibe en el centro del poder político mexicano. Mientras la presidenta Claudia Sheinbaum trata de ordenar al partido y mitigar los actos anticipados de campaña de sus aspirantes —como en el caso de Andrea Chávez—, la agenda de seguridad nacional se ha diluido en un mar de comunicados, declaraciones defensivas y escándalos internos. No hay estrategia pública visible frente a una eventual escalada de tensiones con Washington. No hay un “Plan B”.
México se encuentra así entre dos fuegos: uno interno, que lo desangra; y otro externo, que lo amenaza con arrasar lo poco que queda de soberanía en nombre de la seguridad compartida. La pregunta ya no es si el crimen organizado es una amenaza, sino si el Estado mexicano tiene aún capacidad de ejercer su poder sobre el territorio, o si la inercia y el descontrol serán aprovechados por fuerzas extranjeras para tomar decisiones sobre lo que aquí ocurre.
Porque cuando el poder se diluye, siempre hay alguien dispuesto a ocupar su lugar. Y en esta ocasión, los que avanzan no piden permiso.
México vive hoy un momento de definición silenciosa, donde el vacío institucional está siendo llenado, poco a poco, por actores que no creen en el Estado de derecho. Y cuando eso ocurre, la historia enseña que los vacíos no duran mucho: los llena el crimen, o los llenan los tanques. A veces, los dos a la vez.