Luis Farías Mackey
¿Qué es México? ¿Un pedazo de la tierra, un pasado diverso, un pueblo variopinto, sus contradicciones, sus desencuentros? ¿Una tela con colores y estampados, un himno, un Palacio? ¿Un gobernante efímero? ¿Sus partidos, su selección de futbol, sus diputados, su inseguridad, su desigualdad?
Podemos delimitar a México en un mapa, pero ¿podemos circunscribirlo en un concepto?
Todos hablamos de México. Peor aún, todos hablamos ¡por México!, sin que nadie tenga claro un concepto unívoco de él. Desde la profecía de su fundación —donde se hallase un águila devorando una serpiente— nuestro sino y signo es el de la diferencia, lo opuesto, la contradicción: lo que repta y vuela, tierra y cielo, luz y sombra. Hay quien ve en nuestro posterior mestizaje una tara, una mácula, o debilidad congénita, cuando es la mayor de nuestras riquezas de cara a un mundo globalizado.
La globalización es antes que sociológica capitalista; una abstracción económica que simula desaparecer las diferencias propias de la pluralidad humana. La globalidad no iguala más que en pobreza y en la agresión de hacer tabla rasa de las diferencias regionales para acelerar la circulación cibernética de capitales y comunicaciones. Para Bauman la globalidad des—territorializa al capital y al poder sin rostro, mientras globa—localiza a la humanidad en el desperdicio del consumismo hasta hacerla a ella misma desperdicio. La globalización, más que construir un mundo lo deconstruye. Las grandes migraciones no son solo expresión de un mundo pauperizado e inseguro, y comunidades rotas, mientras las finanzas vuelan por los aires en cabal salud; es, además, en palabras de Han, nostalgia de identidad y de lugar: de diferencia. La monetarización total del mundo, “lo priva a uno de sentido y orientación”. El mundo migra sin un destino, no solo geográfico, sino de la propia humanidad que, en la migración de su mundo conocido, incluso sin moverse de su terruño, se exilia de sí misma, se aliena.
México no es un algo, como el pueblo tampoco es aprehensible y menos puede ser personificado por un solo individuo; México es una idea en movimiento. México es acción, un hacerse todos los días, un transformarse. La verdadera transformación, decía Nietzsche, entra con pasos de paloma, es gentil, humilde y respetuoso; cuando se manifiesta explícitamente, incluso en su expresión revolucionaria, va precedida de una paciente y silenciosa gestación. No hay una, dos o ene transformaciones, hay una sola, continua, imparable, inapropiable e irreversible y se llama México.
Pero la idea de México es por esencia y objetivamente una de pluralidad, no hay un México, como no hay una cocina mexicana, sino sus múltiples expresiones; como no hay un único fenotipo nacional; como no hay una sola tonada en nuestro hablar; como no hay una sola manera de pensar. México es una idea de y en todos, el punto de encuentro de nuestras diferencias, la argamasa de nuestras contradicciones, la expresión de nuestra pluralidad. No hay una transformación prefijada, cerrada e inamovible; hay un México que discurre en el tiempo y en el cambio.
México es, en palabras de Hegel, la reconciliación entre el universal de México como idea y la particularidad de cada uno de nosotros como mexicanos en constante movimiento.
México es eso que en la diversidad comenzamos de nuevo todos los días sin dejar en el cambio de ser México.
Nuestras diferencias no tienen por destino el desencuentro, sino el abrazo fraternal. Quien desencuentra se desencuentra y aísla.
Al tiempo.