Luis Alberto García / Moscú
*Historias que recuerdan cómo triunfaron unos chicos refugiados.
*Algunos aceptaron la ciudadanía para ir al Spartak y al Torpedo.
*Los clubes moscovitas siempre quisieron a los exiliados.
*Isidro Lángara, la joya de la selección vasca, jugó en Tblisi, Georgia.
Ruperto Sagasti, uno de los llamados “Niños de Rusia” enviados a la Unión Soviética en 1937 con el permiso de sus padres, debido al riesgo que implicaba permanecer en una España dividida y en guerra civil ante el alzamiento militar del general Francisco Franco contra el gobierno republicano, se convirtió en uno de los grandes ídolos del futbol soviético.
Con una historia de triunfos y reconocimientos, delantero del Spartak de Moscú, promotor y representante de futbolistas rusos que jugaron en España en la última década del siglo XX, fallecido prematuramente a los 54 años de edad, Sagasti recordaba con frecuencia su niñez en el sur del país que lo adoptó.
Siempre hablaba a sus amigos de un partido en Tblisi -capital de Georgia- en el que participó la selección de Euskadi compuesta por jugadores en el exilio que, en 1937, jugó contra el cuadro local durante su gira por la Unión Soviética ante 80 mil georgianos que se enamoraron de aquel extraordinario combinado de jugadores vascos.
Nicolás Rodríguez, gran amigo de Ruperto y de Agustín Gómez, otro de los pequeños llegados a España en aquel año -el segundo de la guerra civil española-, recuerda que, en esa república soviética, hoy independiente, cuando quieren elogiar a un delantero que participó en ese encuentro, aún utilizan una expresión nostálgica: “remata tan bien como Isidro Lángara”.
Éste futbolista era un figurón emblemático del futbol vasco -quien el mismo año en que Ruperto Sagasti, Agustín Gómez y muchos otros niños tuvieron que salir de una nación desgarrada por una guerra civil que se prolongaría hasta los primeros meses de 1930-, emprendía el camino del exilio con algunos de sus más destacados compañeros, la mayoría nacidos en Vizcaya y Guipúzcoa.
La idea era formar una selección de jugadores vascos que viajaran por Europa con fines recaudatorios y filantrópicos, propagandísticos y de representación, conjunto que debutaría el 26 de abril de 1937 en París, el mismo día que la aviación nazi –en apoyo de las tropas rebeldes de Franco- bombardeaba Guernica, población que ha sido símbolo de una identidad milenaria.
En una historia que bien vale contar por separado, con un periplo que la llevó a numerosos países europeos –incluida la Unión Soviética, donde el niño Ruperto Sagasti los vio jugar-, la selección vasca se disolvió en Moscú, cuando, desanimados o nostálgicos, algunos de sus integrantes profirieron regresar a España para reunirse con sus familias.
Otros emprendieron el camino hacia México, nación acogedora que, en el caso de Isidro Lángara, le dio fama y destino al fundar y formar parte de la alineación del equipo Euskadi, de gratísimos recuerdos para los fanáticos refugiados en la nación azteca en la década de 1940.
Con ese nombre, los deportistas exiliados se inscribieron en el Campeonato del Distrito Federal, obteniendo el subcampeonato en 1939, atrás del Asturias y abajo del España, que contaba en sus filas con sus propios exiliados catalanes, entre ellos dos personajes que dejarían su estela de calidad, Martín Vantolrá y Fernando “Gavilán” García.
En 1942, el vasco Lángara pasó al España -campeón capitalino dos años después, considerado el conjunto más brillante del futbol mexicano-, quien, como centro delantero, estuvo escoltado por Quesada, Iraragorri, Septién y José Manuel “Charro” Moreno, inmortal del futbol argentino de todos los tiempos.
De modo contradictorio, la potencia de ese equipo alentó la campaña que culminó con la expedición de un decreto que limitaba la alineación de futbolistas nacidos en España, como nueve de ellos, además del bonaerense Moreno y el cubano Jesús “Cubanaleco” Morejón.
Y tan grande es la leyenda del vasco Isidro Lángara, como la de Ruperto Sagasti en el Spartak y de Agustín Gómez en el Torpedo del futbol soviético, que cada año se juega un partido de futbol en su memoria, queriéndolos, sin dejar de reconocerá los vascos como personajes fascinantes.
Agustín, además de ser capitán del Torpedo de Moscú, fue un destacado dirigente del Partido Comunista Español (PCE) en la clandestinidad, y un formidable lateral izquierdo, a quien los moscovitas iban para ver jugar y, en la radio, los narradores lo elogiaban como a ningún otro.
“Era tanta la calidad de Agustín Gómez como futbolista, que cuando se formó la primera selección soviética para Juegos Olímpicos de Helsinki, Finlandia, en 19 52, lo llevaron”, rememora Nicolás Rodríguez.
En el Torpedo jugó con Eduard Anatolevich Strelsov, el “Pelé blanco”, cuenta con admiración don Nicolás: “Cuando Franco permitió algunas repatriaciones, volvió a España y el Real Madrid le quiso fichar; pero tampoco pudo ser”, y también el Atlético de Madrid trató de contratarlo, jugando un partido amistoso contra el Fortuna de Dusseldorf de la República Federal Alemana.
La adquisición fracasó, algo atribuible a la prensa del Movimiento Nacional fundado por Franco en abril de 1939, que lo tachó de “rojo”, comunista y republicano, como orgullosa y dignamente se asumía.
Desde su regreso a España en 1956, la figura de Gómez estuvo rodeada de intrigas policíacas: en la por entonces Dirección General de Seguridad tenían conocimiento de sus actividades políticas y de su amistad con Dolores Ibarruri, la “Pasionaria”, secretaria del Partido Comunista Español (PCE) en el exilio.
Su detención generó un conflicto diplomático y una fuerte presión internacional para que fuera liberado porque lo habían detenido sin justificación alguna; pero dicen que ayudó a sacarlo la actriz y cantante Sarita Montiel, la reina de la farándula madrileña.
Sin futuro como jugador debido a su edad, Gómez se ubicó más o menos bien en el País Vasco, donde fue entrenador del Tolosa y del Real Unión, organización deportiva semi clandestina de los comunistas vascos; pero discrepancias con Santiago Carrillo provocaron su expulsión del PCE.
Agustín Gómez murió en Moscú a los 54 años de edad –pero igual que a Ruperto Sagasti-, sus amigos más queridos, el resto de los “Niños de Rusia” que aún viven, lo recuerdan como un hombre bueno y un futbolista que dejó sus goles y su leyenda en el futbol de la Unión Soviética.
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