José Luis Parra
Si lo que buscamos es una buena excusa para evadir el fondo del problema, prohibir los narcocorridos parece un plan perfecto.
Ahí va otra vez México, debatiéndose entre la censura cultural y la simulación política. Esta vez, la mecha la encendió un cantante, Luis R. Conríquez, al negarse a entonar sus piezas más belicosas en un escenario texcocano. ¿La razón? Una ley local que prohíbe hacer apología del narco. ¿El resultado? Batalla campal con botellazos incluidos. La banda tuvo que salir huyendo como si se tratara de un narcofestejo real.
Todo muy simbólico: prohíbes las letras, pero no la violencia.
Claudia Sheinbaum califica de “absurdo” vetar los narcocorridos. Y tiene razón. No se combate la violencia desde un micrófono, y mucho menos desde la negación. Pero al mismo tiempo, los gobiernos estatales de su propio partido—como los de Michoacán y el Estado de México—sacan el látigo y amenazan con sancionar hasta a los asistentes a conciertos si corean las estrofas equivocadas.
No nos hagamos: el narco no necesita de compositores para existir. Pero sí le viene bien el show. El negocio es completo.
Cada vez que la realidad le queda grande a un gobierno, aparece la tentación de silenciar a quienes la narran. Pasa con los periodistas, con los académicos y, ahora, con los músicos.
Lo que estamos viendo es la versión siglo XXI del intento por enterrar la mugre debajo del tapete sonoro. Como si dejar de cantar sobre El Mencho o Caro Quintero hiciera desaparecer sus ejércitos, sus laboratorios, sus rutas. Y sobre todo, como si no existiera ya un mercado ávido de consumir esa estética de sangre, lujos y fusiles.
Prohibir los narcocorridos no es estrategia de seguridad. Es marketing para políticos en campaña.
El narco, más allá de su brutalidad, ha sabido construir una marca cultural. Tiene símbolos, himnos, héroes, relatos de ascenso social que resultan aspiracionales para millones. Es el Hollywood del monte, pero sin final feliz. En barrios y pueblos donde el Estado no garantiza salud, educación ni futuro, el corrido bélico no es solo entretenimiento: es narrativa de supervivencia.
¿Quién los culpa por cantar lo que viven?
Ya lo dijo el sociólogo José Manuel Valenzuela: el problema no son las canciones, sino lo que narran. ¿Por qué proliferan estos temas? Porque describen un país en guerra. Porque hay jóvenes que prefieren cantar al sicario que buscar empleo. Porque los cárteles tienen mejor narrativa que el gobierno.
Tal vez el problema no es que se escuchen narcocorridos.
Tal vez es que se escuchan demasiado reales.
Criminalizar un género musical es caminar por la delgada línea entre la seguridad y la represión. Ya tenemos el delito de apología de la violencia. Lo que falta es aplicarlo con justicia, no con fobia estética.
Lo dijo Artículo 19: no se trata de censura previa, prohibida por la Constitución. Se trata de aplicar la ley, sí, pero con inteligencia y sin pánico moral. Que los políticos dejen de usar a los corridos como chivo expiatorio de su ineptitud para enfrentar a los verdaderos capos: los de las armas, los del dinero, los del poder.
Que no les tiemble la mano con los delincuentes, no con los músicos.
Y si quieren hacer pedagogía, que empiecen con las cifras reales de impunidad.