Javier Peñalosa Castro
El rabioso inicio de la presidencia de Donald Trump, con sus declaraciones cargadas en proporciones iguales de ignorancia y de odio, han precipitado el resurgimiento de aberraciones como el racismo, la intolerancia religiosa y la discriminación de los que son diferentes, no sólo por su tono de piel o su religión, sino por su lengua, sus tradiciones y sus costumbres.
Curiosamente, en contextos como el actual, miembros de comunidades otrora discriminadas, como los ciudadanos blancos del llamado medio oeste estadounidense, que en la época de la gran recesión fueron discriminadas, segregadas y desconocidas por sus conciudadanos blancos de otras latitudes, como expone magistralmente Steinbeck en Las uvas de la ira, o fieles de religiones como la judía, que fueron perseguidos y torturados por el odio, que buscó cualquier pretexto para exterminarla, ahora secundan, o por lo menos ven con disimulo los despropósitos del nuevo gobierno gringo, que busca encerrar tras un muro a los mexicanos, deportar a los inmigrantes de razas o credos que no les satisfagan, y cancelar las visas o impedir la entrada de quienes les resulten sospechosos por el mero pecado de haber nacido en una tierra que, a la ligera, pueda parecer “rebelde” o “inconveniente” con el menor pretexto.
Lo peor es que el ambiente de tolerancia a la diversidad de razas, géneros y creencias que se fue consolidando durante el último medio siglo, ha sido seriamente comprometido durante los últimos meses; que en las primarias públicas a las que asisten niños de todas las razas, la semilla de la discriminación y el odio está germinando con gran celeridad.
Existen testimonios de que este discurso ha causado ya severos daños.
En un artículo publicado en la revista Diversidad Cultural, Anne Köster revela que, “según una encuesta del equipo Teaching Tolerance, del Southern Poverty Law Center (SPLC), más del 90% de 10,000 actores educativos reportaron efectos negativos de la candidatura y elección de Trump en el ánimo de los alumnos y en sus interacciones”.
Y explica: “en los resultados del sondeo se observó un aumento drástico de la violencia verbal y hasta física —incluidos insultos, amenazas y hostigamiento— del alumnado blanco hacia sus compañeros de grupos minorizados, tales como los latinos, afrodescendientes y musulmanes, entre otros. La mayoría de tales casos ocurrieron en escuelas con una matrícula de blancos mayor al 70%”. Más grave aún es el dato que pone en contexto este problema: casi la mitad de las 98,454 escuelas que existen en EU tienen esta composición demográfica.
El texto de la investigadora berlinesa especializada en temas de interculturalidad también señala que “en las escuelas mixtas, sin mayoría de ningún grupo racial, se nota una segregación racial más profunda y resentimientos entre los diferentes grupos”, lo cual “se traduce en una pérdida de confianza entre los alumnos y en interacciones más conflictivas”.
Finalmente, Anne Köester advierte que en las escuelas donde predominan los grupos minorizados, los docentes detectaron en 80% de los casos un incremento en la ansiedad por parte de los alumnos, quienes tienen miedo de que la elección de Trump afecte sus vidas, y que “estos estudiantes se identifican colectivamente como víctimas y comparten la preocupación de que ellos y sus familias sean deportados o separados, y de que su futuro sea poco esperanzador.”
La piel clara manda
Como queda claro con la información que ofrece esta fuente, se necesita poco para encender la mecha que detona el racismo y la discriminación, y un esfuerzo de décadas para paliar este tipo de aberraciones.
Igualmente preocupante es que, en un país de mestizos como México, donde prácticamente cada familia tiene hijos con distintos tonos de piel, siga siendo marcada la predilección por quienes heredaron, en ocasiones por algunos genes recesivos, la tez blanca y el cabello castaño o rubio; que a quienes tienen este fenotipo se les dé preferencia en casi todos los ámbitos de la vida social y que, en contraparte, mientras más oscuro el tono de piel de una persona, mayor la discriminación a que es sometida.
Peor aún resulta la experiencia para los mexicanos que hablan una lengua distinta del español, a quienes se busca avergonzar por ello, y se denigra la riqueza de muchas de sus expresiones culturales con el fin último de uniformar e imponer la uniformidad.
Por supuesto, a estas alturas, quienes me han seguido en la lectura han llegado a la conclusión de que lo que expongo no son sino verdades de Perogrullo. Sin embargo, ¿qué hacemos para poner freno a este grave problema?
Tal vez podemos empezar por valorar la enorme riqueza que existe en la diversidad y darnos la oportunidad de contribuir a la construcción de un espacio incluyente en el que coexista la amplia gama de expresiones de la cultura tradicional que se acrisolan en México.