Magno Garcimarrero
El primer teléfono inalámbrico lo conocí en el año 1945 en Jalacingo, Ver. Construido de madera y del tamaño de una laptop súper plana; no tenía botones sino letras y números pintados, además de algunos emoticones feos, innecesarios, y las palabras inglesas YES y NO dibujadas al lado izquierdo y derecho del tablero. El “maus” o ratón también era de madera, terminado en una leve punta de señalamiento que en vez del rodillo central para subir o bajar la plana, tenía un pequeño hueco por donde se veía la letra que uno anotaba. La “señal” no le venía de ninguna antena, así que costaba trabajo conectarse, pero una vez que se había logrado la conexión, el aparato funcionaba de maravilla. La comunicación inalámbrica siempre se hacía al MÁS ALLÁ, y con alguien que ya había muerto; es decir, la señal venía desde el inframundo. Mi madre llamaba al teléfono ese Güija, aunque el nombre escrito en la carátula decía OUIJA que es una palabra compuesta por otras dos: OUI: el sí francés y JA: el sí alemán.
Cada vez que mi prima Guillermina y mi madre cogían el maus y llamaban a ultratumba, contestaba invariablemente el espíritu de don Antonio Villegas, que había sido el primer dueño de la casa fantasmal que habitábamos en esos tiempos y, las que movían la güija aconsejadas por mi padre, trataban siempre de sonsacarle al señor Villegas, dónde había enterrado el tesoro que la gente del pueblo afirmaba que había en algún lugar de la inmensa casa fincada sobre una cuadra completa.
Don Antonio Villegas era un ánima muy chocarrera, porque les decía que el tesoro estaba en la caballeriza y al día siguiente mi padre y un peón de confianza escarbaban suelo y subsuelo del establo sin encontrar nada; la noche siguiente… ¡Ah! Porque la conexión inalámbrica siempre era de noche, quizá para evitar las interferencias de las horas pico, o tal vez porque era más barata la conexión nocturna como ocurría con Telmex.
La noche siguiente, digo, don Antonio aseguraba que los doblones de oro estaban dentro del brasero y el peón y mi padre tumbaban el brasero de pared a pared, no encontraban nada y lo volvían a reconstruir, con las molestias inherentes del caso.
Cuando no contestaba el celular-güija don Antonio, mi madre entraba en dudas y le pedía pruebas de identidad de quien había respondido, entonces caían caliches del techo o, se apagaba el foco de la pieza donde estábamos, o se golpeaba alguna ventana; era el momento en que mis tías entraban al cuarto haciendo advertencias a grito pelado, persignándonos a todos y pidiendo que le diéramos fin a la audio-conferencia. Nunca les hicimos caso a las tías aspaventeras, por no dejar al espíritu del señor Villegas con la palabra en la boca… o la letra en el maus… o lo que sea más propio decir.
Ahora que la telefonía digital, inalámbrica, analógica, sin hilos, celular o como se quiera llamar, ha progresado tanto, estoy en espera de que alguna firma lance la aplicación que permita las video-conferencias con mis parientes de ultratumba… ¡Espero que don Antonio Villegas ya haya dejado la manía oficialista de interceptarlas!
M.G.