(Crónicas del Encierro, Eduardo Macías, coordinador)
Para ti Javier Valdez Cárdenas,
camarada y colega cinco estrellas,
donde quiera que estés reporteando
Por Jaime Guerrero García
Con sensación de treinta y ocho grados centígrados, rumbo a la isla de La Piedra, playa sinaloense de Mazatlán, hay que cruzar un río para llegar al poblado y de allí tomar otro transporte a la playa. No hay muchos pasajeros, el miedo al Covid los ahuyentó.
Luego de la travesía marina, ya en tierra, a los visitantes los esperan autos y algunas trocas de redilas para atravesar los trechos y llegar al mar deseado, a la arena, al restaurante… Al pequeño paraíso anhelado.
Allí en esa isla hay a la disposición paseos a caballo o en globo, bandas musicales, grupos norteños, alquiler de bocinas, cantantes en solitario, tríos (de música, claro), cerveza, mariscos, ropa de playa, dulces…
De aquí son las tradicionales cocadas, se le pone coco a todo, hasta a los exóticos camarones guisados, chulada de gastronomía.
Una señora algo regordeta, de semblante cansado y ánimo alegre, cabello canoso despeinado, de cara hinchada y sudorosa, busca transporte, la acompaña su hijo de unos 12 años de edad.
Ella negocia para que la doña al volante le haga un descuento a los pasajeros para que se vayan los que quepan con ella. Ya trepados en la camioneta, todos se miran alegres; aquí no hay sanas distancias sino incluso algunos apretujones.
Las mascarillas cubrebocas van mal colocadas y algunas son feos adornos para el cuello. El miedo al Covid pareciera no existir por estos lares. Como si el sol y el mar fueran la gran fuerza limpiadora.
La señora de semblante cansado y su hijo llevan en ristre un par de garrochas, palos redondos como de dos metros de altura, repletos de algodones de azúcar de de suaves colores azul y rosado, prendidos de palitos y para vender en la playa.
–Ya ven, aquí nos vamos todos juntos sentaditos, sin clima, pero nos sale más barato. ¿Vienen de vacaciones verdad?– pregunta la algodonera. La respuesta es afirmativa y sale al unísono casi en sonata coral.
–Ya llegamos–, anuncia la chofer y a 300 metros aparece la magia vestida de azul intenso. Es el mar sinaloense. Y allí van la señora y su hijo con su lanzas de algodones cual quijotes a vender dulzuras.
Antes, esa pareja de vendedores recomiendan restaurantes o sitios de diversión para ganarse con ello alguna comisión. Mas la mayoría de los estómagos ya traían destino determinado.
Una vez instalados, los comensales se dieron vuelo con el pescado zarandeado, los aguachiles, los camarones al coco, las tostadas de marlín, los cocteles y ceviches diversos, siempre acompañados, acatando una orden celestial, de sus respectivas cervezas.
Una familia regiomontana, como de veinticinco personas, vino desde el Cerro de la Silla a disfrutar estas arenas y toma sus alimentos ambientados de una bocina con música de Los Alegres de Terán.
Se ven muy contentos, cantando y comiendo, sin quitar la vista al mar. Este ambiente en nada se parece a Monterrey y pareciera que buscan llevarse en la pupila toda el agua azul que alcancen a ver.
Frente a la inmensidad del agua, a un lado de las hamacas, horas después de la llegada de los turisteros apareció de nuevo el niño vendedor de algodones, quien ya trae su garrocha medio vacía. Se llama Jesús Antonio. Le dicen Jesús, Chucho o Chuchín. Algunos, los menos, le dicen Toño.
Jesús Antonio sumerge el madero de su negocio ambulante en la arena, como si fuera a realizar con él un salto olímpico. Se le nota alegre. Y el misterio para que el intenso sol y calor no derrita las nubes azucaradas, es secreto profesional.
–¿Qué tal, cómo la están pasando?– Es su frase de presentación. Sus ojos oscuros, penetrantes, como de pantera, sobresalen en su vivaz rostro que busca respuestas, mientras sus pies descalzados acomodan la arena.
Ese rostro tan fresco y risueño del niño contrasta con su pantalón desgastado y su playerita ajustada noventera toda descolorida y medio deshilachada.
El hielo se rompió rapidísimo y el pequeño de piel color hindú sinaloense, suelta platicadera; hace a un lado su gastado cubrebocas y refresca la charla con un par de vasos de agua que le ofrecieron sus nuevos amigos.
–La comida aquí es bien rica–, afirma con voz experta. –¿Les gustó?– Insiste.
–Sí, toda la carta aquí es deliciosa–, le contesta una joven de cabellera rebelde y abundante.
Jesús Antonio retoma la plática. Alguien le dice que tiene nombre de artista de telenovela, él sonríe, pero se nota que trae sed de hablar y ser escuchado. Sabe de su capacidad histriónica. Buscaba un diálogo como si ya conociera a sus oyentes de años atrás.
Tenían menos de cinco horas de haberse visto por primera vez. Y parecía el gran camarada de sus escuchas. Ese niño tenía un ángel enorme.
Platicó de sus clases a distancia o por televisión, modalidad educativa impuesta por la Pandemia Covid 19. Narró orgulloso de sus siete hermanos y de la tristeza de ver a su madre, de 33 años, como una viejita; estaba tan acabada por tanto hijo. Comenzó a parir a los 15 años. Chuchín era uno de los hermanos de en medio.
El pequeño estudiante y vendedor de algodones forma parte de una matrícula de 139 mil 073 alumnos de su nivel educativo primario en Sinaloa.
Hace dos años, narra Jesús, hubo un huracán en Mazatlán, se perdieron muchas vidas y casas. Miles de familias cayeron en desgracia. El techo de mi casa era bueno –dice–, de láminas de fierro, pero se cayeron al igual que todas las cosas, “se volaba todo y los palos que servían para sostener el techo se veían por donde quiera por el aironazo y el agua porque había llovido harto”.
Mis hermanos estaban atrapados, continuó con su narrativa Jesús, “no sé, no sé en serio, no me explico de dónde saqué tantas fuerzas, pero yo dije: tengo que salvar a mis hermanitos, estaban allí atorados, tirados llorando, con sangre…”
“Haga de cuenta que lo que quedaba del techo se me vino encima y lo detuve con las manos y mi cuerpo, como si quisieran aplastarme a mí y, a pesar de que se me estaban yendo las fuerzas, logré detenerlo y hacerlo a un lado para que no nos matara. Tenía bien mucha fuerza, o eso pensaba yo, porque también me sentía bien cansado y entonces nos salvamos de esa ocasión, detuve todo lo que estaba cayéndose si no, nos hubiera destripado el techo”. Así explica Jesús su hazaña, y asume una posición de levantador de pesas, de héroe.
Mis padres son drogadictos, hace la confesión Chuchín con voz baja y triste, pero hay un tono de esperanza, porque están en rehabilitación. Su padre no vive con ellos y su madre se juntó con un señor que los trata bien.
En el pueblo dicen que algunos de los tíos de Jesús murieron de Covid, confiesa el niño, pero asegura que no sabe nada más de la Pandemia.
Del coronavirus sabe muy poco en realidad, sólo que tiene que usar el cubrebocas y eso es todo. Lo de las clases por televisión le gusta porque los maestros no lo regañan y además faltan mucho y así los alumnos quedan libres.
Mientras las confidencias fluyen, poco a poco aparecen otros vendedores como en desfile, uno trae conchas y ofertas de llaveros, otro luce una iguana que parece más bien un cocodrilo pequeño como de 5 kilos, lo luce al hombro para sacarse fotos o para acariciarle por una módica propina. Apenas la mitad usa cubrebocas.
Uno más vende pomada de mariguana con peyote, combinación que no falla para los dolores y las riumas dice el ungüentólogo ambulante. “Es mariguana de la buena, de la de aquí”, presume gustoso.
Jesús Antonio prosigue con sus anécdotas que tienen a todos fascinados. Se jacta que la mayoría de sus hermanos tienen visa para viajar a Estados Unidos. Una señora de mucho dinero, dice, que nunca pudo tener hijos, los quiere como familia de ella, y los lleva una vez al año al vecino país.
La señora adinerada es dueña de varios edificios en Mazatlán, cuenta Jesús quien confiesa que es alguien de la política. Y “cuando se muera dice que nos va a dejar algo para nosotros”.
A unos metros se escucha el corrido de Lamberto Quintero, capo sinaloense de El Salado, comunidad de Culiacán, personaje que inspira corridos y películas:
”Un hombre fuera de serie /alegre y enamorado /platicando con su novia /él estaba descuidado /cuando unas balas certeras/ la vida le arrebataron…“
Una pareja de cuarentones baila muy alegre, aunque con dos pies izquierdos, el himno local que reza: “Que me siga la tambora /que me toquen el quelite / después el niño perdido / y por último el torito /pa’ que vean como me pinto / ayaaaay ay mamá por dios…”
Jesús y el resto de los asistentes se mueven al ritmo la tambora sin interrumpir el diálogo. Recuerda cuando un grupo de drogadictos entró a robar a su casa y a uno de sus hermanitos le pusieron una golpiza.
Jesús Antonio llegó y se enfrentó al maleante más agresivo que era el cabecilla: “Defendí a mi hermanito al que sigue de mí, al que más quiero. Si llego a tener dinero y me muero le dejaría a él mi feria. Yo no le tengo miedo a nada ni a la muerte”.
Así redondea su hazaña: “Al ratero me le fui encima como pude, me golpeó y como el ratero traía armas, me puso el cañón de una pistola en la cabeza y no me dio miedo: dispárale le dije, no lo hizo, Yo no te tengo miedo le grité”.
–¿Sabes que te vas a morir pendejillo?– lo amenazó el delincuente. -–Sí, no me importa–, platica Jesús Antonio emocionado.
–¿Y qué hiciste tú, golpeado, tus hermanos heridos, tu casa robada, y los rateros burlándose?– Pregunta un comensal.
El estudiante de sexto de primaria responde: “Yo no consumo ni vendo droga, ni nada de eso, pero fui con el Goyo, ese es el dueño de todos los que venden, es como un narcotraficante, bueno no es el dueño de todos, si no el patrón de todos y yo lo conozco, le fui a decir lo que nos hicieron, le platiqué todo”.
Al Goyo todos lo respetan y le tienen miedo. Me dijo que no me preocupara –continuó–, que eso lo arreglaría. “Déjamelo al cabrón ya verá como le va a ir, así me dijo y me sentí tranquilo”.
Días después el narco de la colonia y jefe de la plaza le dio un escarmiento al ladrón y drogadicto, lo mismo que a sus cómplices quienes asaltaron la vivienda de Jesús Antonio y su familia.
No hay certeza si los mató, pero se acabó el problema. Así, algunas quejas de los ciudadanos tienen mejor respuesta con estos personajes, la justicia narca, que con las autoridades.
Jesús insiste en que no es amigo de narcos, aunque lo acabe de confirmar con su narrativa, ni vicioso. Alguien que lo escuchaba atento le dio muchos consejos para que se cuide y siga estudiando. El niño poco hizo a la perorata.
Sabe muy bien que esos mismos narcos fueron quienes les llevaron las despensas cuando la Pandemia hizo que se prohibiera salir de casa y muchas familias como la de él se quedaron sin sustento.
El vendedor de algodones externa sus deseos de ser un hombre de bien en el futuro. “Quiero ser marino, a mí la mera verdad me gusta ayudar a la gente, no le tengo miedo a nada, ni a la muerte y me gusta que los demás no sufran”. Bueno ya platicamos, ya me voy porque ya es tarde y debo seguir vendiendo, dice Jesús a manera de despedida.
A ver si nos vemos en el regreso, nosotros nos vamos ahí mismo por donde nos conocimos.
Jesús Antonio, el niño algodonero tomó su garrocha y despareció a lo largo de la arena, mientras que un grupo norteño como puntual despedida interpretaba el corrido Los Dos Amigos. Sí, esos que venían de Mapimí… Durango, tierra vecina de Sinaloa, en cuyos límites está el triangulo dorado del narco mexicano.
Uno de los escuchas de los relatos del niño sinaloense se retiró del lugar, se sumergió algunos metros mar adentro; soltó algunas lágrimas que se barrieron con las aguas saladas. Eran lágrimas de impotencia y dolor.
Ese niño le había recordado su propia historia. Su propia infancia. ¡Pinches gobiernos jijos de puta, un día pagarán haber condenado a nuestros niños al infierno! Gritó con rabia.
La gente se retira, los restaurantes cierran, lo empleados se van presurosos, deben hacerlo pues hay restricciones sanitarias muy estrictas por el Covid 19.
Los meseros y todo el personal corre a sus hogares y aunque la puesta del sol era impresionante y bella, la imagen de los algodones amargos quedó allí, como símbolo de la miseria a la fueron condenado millones de infantes mexicanos.
Esos colores azul y rosa de los algodones de azúcar simbolizan a los niños y las niñas mexicanas que se quedaron sin futuro por la impunidad y corrupción de los gobernantes, por un lado, y por la Pandemia y sus efectos mortales en la salud y la economía, por el otro.
Y frente a esa miseria del presente y el futuro de esos niños simplemente parece que no hay vacuna. Y eso es lo que hoy se vive en este invierno 2020, aquí, donde se rompen las olas.