Por David Martín del Campo
El día que me reincorporé a la redacción luego del sepelio de mi padre, me dijeron apenas llegar: “Que te manda llamar el subdirector”. Y allá fui, atribulado, a ver qué se ofrecía. Carlos Payán me indicó que me sentara y pidió un café para mí. De hecho fungía como encargado del unomásuno ante la muy prolongada ausencia de Manuel Becerra Acosta (decían que un paseo por Europa).
–Sé por lo que estás pasando… a todos ha de ocurrirnos. Yo sólo quiero decirte una cosa: el duelo dura cien días, ni uno más, ni uno menos. Cuéntalos. Después, una mañana al despertar, ya no te desconsolará su ausencia. Hay que aguantar, no hay más remedio.
Lo mismo le dije el sábado pasado a Eneas Aguirre, hijo del genial Eugenio, fallecido en la víspera. “Cien días, ni uno más”. Ello me hace recordar la frase de Miguel León Portilla al pasar lista de los decanos del INAH… “Oigan, como que se está muriendo mucha gente que antes no se moría”.
Aquellos fueron los años más memorables de mi existencia. La fundación de unomásuno, el encuentro con aquellos titanes del periodismo… Fernando Benítez, Becerra Acosta, Marco Aurelio Carballo, Miguel Ángel Granados Chapa, Eduardo Deschamps… La redacción era una fiesta; el tecleo ensordecedor de las Rémington, la niebla de cien cigarros, el aroma del brandy de sobremesa, el grito reclamador, “¡hueso!”, las dos copias con papel carbón, los teléfonos llamando, los jefes de redacción reclamando: “¿ya está?”, las novias esperando.
Muy pronto quedó establecido el mando bicéfalo del diario. Con don Manuel se barajaban los asuntos más o menos oficiales (Presidencia, la regencia del DF, los gobernadores), con Payán las cuestiones de “crítica social” (los partidos de oposición, el magisterio, los intelectuales), y las cosas marchaban de maravilla. A don Manuel lo visitaban personajes como Pedro Ojeda Paullada o Joaquín Gamboa Pascoe; a Payán francotiradores como Sergio de la Peña y Arturo Azuela.
Poco a poco se fueron incorporando otros colaboradores que debían superar el tamiz de Payán… Humberto Musacchio, Dolores Cordero, Enrique Álvarez (Gari), Héctor Aguilar Camín, Carmen Lira, Andrés Ruiz, Gilberto Meza (Trotski), los argentinos Antonio Marimón y Oscar González… en fin, una pléyade de talentos que hoy pintan canas.
Las visitas a casa de Payán en Contreras (con su jovial esposa Cristina y los pequeños Inna y Emilio) eran para analizar las circunstancias reservadas del diario: las finanzas hipotecadas, el sindicato en formación, los devaneos acaparadores de Manuel Becerra, el acoso publicitario del gobierno, y uno que otro escandalillo de faldas y pistolas.
Eran almuerzos sencillos, de café y huevo revuelto, en los que opinábamos y confesábamos alguno que otro entresijo. Sus protegidos de toda la vida eran el poeta Javier Molina, que ejercía como reportero cultural, y doña Cande, una afanadora tabasqueña socarrona como ella sola. Ahí fue cuando Payán nos confesó los dos momentos más tristes de su existencia. Uno al abordar el tren a Veracruz, cuando le robaron el maletín con sus cuadernos juveniles de poemas, y otro cuando su padre lo abofeteó, a los nueve años, luego que un timador le quitó el par de zapatos recién estrenados… y así llegó a casa: descalzo y bañado en lágrimas.
Después ocurrió lo anunciado. Becerra Acosta adquirió una segunda serie de acciones, y el periódico (ex cooperativa) pasó a sus manos. Lo que seguía, como tantas veces, era la escisión. Fundóse La Jornada con la mitad de la planta que salió del unomásuno, y lo demás es historia.
“Velver”, como lo llamaba afectuosamente don Manuel en los primeros tiempos, venía de dirigir La República, órgano oficial del PRI. Algo habrá aprendido ahí, porque su amor a la tinta y las imprentas le venía de antaño. No por nada había fundado un taller de gráfica, donde se ligó con artistas como Francisco Toledo y Rufino Tamayo, quienes donarían series gráficas en apoyo a la fundación del nuevo diario.
Enemigo de las corbatas, enamoradizo perdido, figurín del permanente saco de pana, ex senador y exiliado romántico en Barcelona, ahora habrá que contar por él los cien días de rigor.