Luis Farías Mackey
Nadie puede escapar del carácter perspectivista de la vida: toda comprensión del mundo se hace desde un punto de vista y su perspectiva.
Lo que sí podemos hacer es cambiar de perspectiva. Salirnos de la caja. Ponernos en los zapatos de otro.
Que no es el caso de López Obrador, quien ve al universo desde el foso de la trinchera donde ha hecho fortaleza y prisión.
Fuera de su trinchera todo es guerra y conflicto; todos enemigos, el mundo entero adverso y la realidad conspiración.
Sólo alcanza a ver por la mirilla del vigía o por la mira de su fusil.
El panóptico le es desconocido.
Su visión es de precisión, centrada y recortada.
Temeroso a asomar la cabeza, interpreta o imagina a través de sonidos lejanos, de sombras que —como en la caverna de Platón— se proyectan sobre las paredes del terraplén, de pesadillas; de monólogos al espejo, de memorias atormentadas, de delirios.
Entre las paredes de su zanja rebotan de sus parlamentos nombres epónimos y lemas publicitarios, impidiéndole escuchar lo que el mundo conversa más allá de su fosa. Por eso, cuando hay que plantear la política exterior mexicana ante América del norte sólo alcanza a mentar a Juárez y a Cárdenas, como si a sus interlocutores le significasen algo.
Por eso, también, desde su perspectiva de topo, la figura jurídica del amparo no es la protección de la Constitución a los derechos del individuo frente al Estado, sino traición y asonada a su persona. Los derechos de los gobernados estorbo y molestia. Y qué decir de las licencias, permisos, garantías y demás requisitos para asegurar viabilidades y beneficios de la acción de gobierno.
No veamos de qué proyectos se trata, su pertinencia y necesidad, menos aún la integridad de su diseño y ejecución, ni la nobleza de sus intenciones, que al final de cuentas pueden devenir en subjetivos. Veamos si lo que se propone y hace tiene en el centro y por objetivo al gobernado. A la persona.
Me refiero al Acuerdo por el que todo proyecto y obra pública federal se declara de interés público y seguridad nacional, virtud por lo cual demanda de cualquier autoridad de los tres niveles de gobierno (federal, estatal y municipal) autorización a ciegas, provisional y perentoria. Más todo lo que de ello se deriva.
¿Cuál es la centralidad expresa del acuerdo: la obra pública o las personas?
¿A quien se busca proteger y potenciar, a pirámides modernas, o a individuos?
De entrada, la obra pública sólo admite tener por beneficiario a la población a la que va dirigida.
Pero, ¿qué pasa cuando la obra pública es en sí misma el fin último? Cuando de lo que se trata es hacer la obra pública sin siquiera tener que acreditar su necesidad y beneficios, su viabilidad y costos; de garantizar y resarcir los derechos que pudieran verse afectados, la debida administración de los recursos públicos afectos a ella, la transparencia y rendición de cuentas obligadas.
Qué, cuando la prioridad expresa es “agilizar trámites”, no garantizar resultados ni beneficios.
¿Basta que sean proyectos federales para que axiomáticamente acrediten a plenitud sus virtudes, porque “se les tiene que tener confianza a las dependencias”?
¿Es un problema de confianza o de apego al deber ser?
Detengámonos un momento en lo anterior. El “deber ser” encierra la obligación de una conducta; más no así la certeza de su cumplimiento voluntario y automático. Porque en ese caso ya no sería “deber” ser, sino ley natural, como la de la gravedad. La voluntad, hija de la libertad, puede optar por no hacer lo que se debe y ordena. Por eso toda norma implica su posible violación y consecuente sanción. Si el deber ser fuese siempre y en todo momento, no sería necesaria su deber ni la sanción, ni la legitimidad de la fuerza para hacerla cumplir. De buenas intenciones están empedradas las sendas al infierno.
Regresemos a nuestro tema. No es, pues, confiar en la palabra y fama pública de nadie, sino de hechos que afectan derechos de personas y demandan acreditarse ante autoridad competente de garantizarlos y hacerlo valer.
La clave nos la da el propio presidente en su mañanera del 23 de los corrientes, donde argulle que faltan sólo 120 días para la fecha límite en la que el gobierno mexicano prometió concluir el Aeropuerto Felipe Ángeles y del Tren Maya están aún pendientes mil 500 kilómetros de vías férreas para finales del 2023.
Y grita desde el fondo de su trinchera: “¿Qué quisieran? ¿Que fracasáramos? ¿Que no concluyéramos la obra?”
Lo importante, pues, no son las personas a quienes van dirigidas las obras, sino el prestigio personal, el capricho del calendario y el brillo de los proyectos.
De quién es el problema que no le alcancen los días para concluir sus obras, ¿de su planeación, administración y ejecución, o del Estado de Derecho, de los derechos que asisten a toda persona por mandato de la Constitución y, antes que ella, de los Derechos Humanos?
Quién debierá pagar los retrasos en las obras, ¿quién las planeó y ejecuta, o la ley que protege nuestros derechos y garantiza nuestro bienestar, o las personas a las que, se supone, deben beneficiar?
La pregunta tiene toda la profundidad del infinito: ¿Vale México un aeropuerto? Porque sin leyes no hay Nación, ni República, ni Estado.
Su preocupación no es que las obras se hagan de la mejor manera posible —artículo 134 de la Constitución—, sino que se concluyan cuando él así lo determinó.
Pero a diferencia de Miguel Ángel, que contestaba a Julio II que terminaría de pintar la Capilla Sixtina cuando la terminará —así dejase en ello la vista o la vida—, López Obrador, desde su trinchera sólo alcanza a ver el calendario colgado al lado de su catre de “campaña” —campaña ad aeternam—, donde con circúlos rojos fijó a la realidad los tiempos de conclusión de sus obras emblemáticas, no al revés.
Por ello le grita en la soledad a su calendario: “Tenemos que terminarla(s)”. Primando obras sobre personas, piedras sobre resultados, voluntarismo sobre realidad y tiempo.
Él alega que sus “adversarios” se amparan porque quieren que fracase su gobierno y no porque ven afectados sus derechos. Lo más paradógico sería que quienes pelean por sus derechos pudieran a la larga terminar por salvarlo del verdadero fracaso ante la historia.
El Acuerdo de marras, finalmente, instituye el Arcana imperii —el imperio del secreto— como régimen de gobierno.
El punto fino es que cuando eso pasa, los derechos de las personas desaparecen frente a las urgencias de la agenda política (y electoral) y se instala el Totalitarismo, que no es otra cosa que privilegiar gobierno por sobre personas, libertades y derechos.