José Luis Parra
Porque entre res y res, venía una conspiración criminal.
La respuesta la tiene InSight Crime: no es que el ganado mexicano esté enfermo (aunque sí), ni que los gringos de pronto se hayan vuelto ambientalistas veganos (aunque lo parezca). El verdadero problema es que la carne que exportamos huele —no a establo— sino a cocaína, deforestación y lavado de dinero. Literal.
Durante años, México fue el trampolín ideal para que miles de cabezas de ganado criadas ilegalmente en reservas naturales de Centroamérica —Nicaragua, Honduras, Guatemala— entraran por la puerta trasera a la cadena alimentaria nacional, se lavaran como si fueran fondos suizos y, una vez “aseadas”, brincaran el muro invisible rumbo a los asadores tejano-estadounidenses.
Esa carne no solo contamina la salud humana. También corroe el tejido institucional, la sanidad agroalimentaria y la poca dignidad que nos quedaba frente al vecino del norte. Por eso, ahora que el gobierno estadounidense cerró sus puertas a las exportaciones ganaderas mexicanas, no fue una bofetada, fue un portazo a un cochinero.
¿Y de dónde viene el desmadre? Según la investigación de InSight Crime, estamos hablando de una industria criminal perfectamente aceitada: terratenientes, narcos, coyotes, funcionarios corruptos y hasta empresas cárnicas que se hacen de la vista gorda. Todos beneficiados por este “negocio secundario” que genera cientos de millones de dólares al año. El ganado pasa de reserva en reserva como si fuera ganado electoral: con etiquetas falsas, rutas sin vigilancia y complicidades garantizadas.
Un ejemplo: en la Reserva Bosawás, en Nicaragua, se estima que hay más de 370 mil reses criadas ilegalmente. ¿A dónde creen que van? Algunas acaban en mataderos mexicanos; otras en costillas “de exportación”. Y por supuesto, parte de ese ganado no llega solo. A veces trae consigo droga, madera traficada y desplazamientos indígenas.
El colmo: en 2021, mientras el crimen ganadero movía 800 mil cabezas de ganado por la frontera sur mexicana, el presupuesto del organismo encargado de vigilar la trazabilidad del ganado era cero. Nada. Cero pesos al Sistema de Identificación Individual de Ganado (SINIIGA). Ni para la gasolina de un inspector.
Por eso, cuando Estados Unidos decide cerrar la frontera a nuestra carne, no es un acto proteccionista. Es un diagnóstico. México ha sido cómplice, por omisión, corrupción o simple incompetencia. de un sistema criminal transnacional que usa al ganado como mula, como fachada y como excusa.
Y lo peor: esto no empezó con Claudia Sheinbaum. No. Esto es herencia de López Obrador. Su sexenio fue terreno fértil para que se desbordara el tráfico ilegal de reses, porque nunca fue prioridad. Como tantas otras cosas. Y ahora, el problema le estalla a su sucesora.
La historia se repite: primero negamos que había narcoestado. Luego que había deforestación. Después que había tráfico de ganado.
Hoy negamos que hay una epidemia de gusano barrenador —pero que sí hay—. ¿Mañana negaremos que la carne mexicana ya no se vende en el vecino país?
Este no es un problema técnico. Es político. De Estado. Y lo que está en juego no es el T-Bone. Es la legitimidad del país ante el mundo.