Porfirio Díaz y Álvaro Obregón son dos figuras de primer orden en la historia de México, recias personalidades producto de su tiempo, de sus particulares circunstancias y de su entorno, y es que si bien a ambos los caracterizo un férreo carácter, Porfirio siempre fue magnánimo en la victoria, en cambio Obregón fue implacable y nunca perdonó a ningún oponente o vencido.
Es de sobra conocido que a pesar de haber pertenecido a una generación y casta de hombres diestros en el arte de la guerra, Porfirio siempre estuvo acompañado de una estrella ascendente que dio gloria a sus victorias y que no lo empaño en sus reveses, conquistó los laureles en la batalla de Puebla, en la Carbonera, en Miahuatlán, en su glorioso 2 de abril, y en la toma de la Ciudad de México en 1867, sufrió a su vez descalabros en el sitio de Puebla en 1863, en su natal Oaxaca, en la rebelión de la Noria, en Icamole donde sus adversarios lo apodaron “El Llorón” al verter lágrimas de ira e impotencia tras la derrota de sus huestes y finalmente en Ciudad Juárez ante los maderistas en 1911 lo que forzó su renuncia, de la que después de arrepintió, y precipitó su consecuente exilio.
De cualquier modo, Porfirio en las dos ocasiones que fue prisionero de los franceses, logró audazmente escapar del enemigo, fue apreciado por sus captores, incluso Bazaine le ofreció unirse a los imperialistas, lo cual rechazó contundentemente. A su vez los europeos que fueron sus prisioneros siempre se expresaron en los más altos conceptos de Díaz, llegando incluso a ser después sus amigos personales, como es el caso del príncipe Austriaco Karl Kevenhuller a quien salvó la vida y el general francés Niox, el cual décadas más tarde como Gobernador de los Inválidos puso la espada de Napoleón I en las manos de Porfirio cuando visitó la tumba del corso. Al tomar la Ciudad de México en 1867 intercedió por la vida de Tomás O´ Horan, antiguo general republicano que se pasó al imperio, pero Juárez inflexible no lo perdonó y lo envió al paredón.
Al llegar al poder, a pesar de que Juárez lo despreció y se enfrentaron en una lucha armada, reconoció al benemérito y lo elevó al altar a la patria, en su gobierno nació el culto juarista, las ceremonias en el Panteón de San Fernando y mandó construir el hemiciclo en la Alameda de la Ciudad de México.
Porfirio logró al llegar al poder una genuina reconciliación nacional pues perdonó e incorporó a su gobierno y a la sociedad a conservadores, imperialistas, juaristas y lerdistas. Mariano Escobedo se levantó en armas, pero Porfirio no lo fusiló, lo amonestó, envió por poco tiempo al exilio y luego lo invitó a la administración pública, de hecho, cuando falleció en 1902 era Diputado Federal. Porfirio ni siquiera tuvo rencor de los revolucionarios que lo derrocaron, tanto así que censuró el golpe contra Madero y la participación de su sobrino Félix y su yerno Ignacio Alatorre en el mismo.
Caso distinto fue el de Álvaro Obregón, quien curiosamente siempre admiró a Díaz, llegando incluso a manifestar públicamente que el único pecado de Don Porfirio había sido envejecer, Obregón no se unió al maderismo, su bautismo de fuego se dio contra el alzamiento de Pascual Orozco. A partir de ese momento surgió una de las personalidades más carismáticas de nuestra historia, un líder nato con simpatía arrolladora, inteligencia fuera de los común y valor probado quien fue seguido al unísono por todos quienes estuvieron a su alrededor. Sin haber asistido a una academia militar o haber provenido de un entorno castrense, es una de las contadas excepciones de un jefe invicto en la historia militar, jamás perdió siquiera una escaramuza dándole el triunfo militar al constitucionalismo, primero sobre el ejército federal en 1914, y un año después sobre Villa, el hombre más poderoso del momento. Su estrella militar la trasladó con éxito al campo de la política donde también venció, se desempeñó como buen presidente (1920-24) sentando las bases para la reconstrucción del país tras las cruentas jornadas de la revolución.
Sin embargo, fue un hombre inflexible e implacable que jamás toleró ni perdonó el menor signo de oposición en su contra, a diferencia de Porfirio, cualquiera que haya disentido o se le haya enfrentado terminó muerto en hechos de armas o ante un paredón, ni siquiera tomó en consideración los antiguos lazos de amistad, de familia o los servicios prestados a su causa por quienes con mano de hierro eliminó, trató de la misma manera a sus enemigos que a sus antiguos aliados y colaboradores. Ordenó o se vio beneficiado por la muerte de diversos personajes: Carranza en 1920, su aliado Benjamín Hill envenenado ese mismo año, Lucio Blanco y Francisco Murguía en 1922 y su feroz enemigo Villa en 1923. Su sucesión en 1924 detonó la Rebelión de Adolfo de la Huerta quien, al no verse favorecido ante la imposición de Calles, se levantó en armas y prácticamente lo siguió la mitad del ejército, Obregón no se amilanó y los combatió con energía obteniendo el triunfo, en este periodo murieron fusilados entre tantos, sus antiguos compañeros Salvador Alvarado, Manuel M. Diéguez y Fortunato Maycotte, este último le había salvado la vida en 1920.
Al acercarse el fin del periodo de Calles, maniobró hábilmente logrando asombrosamente que se aprobará la relección presidencial, se hizo candidato, esto originó en 1927 la rebelión que derivó en las violentas muertes de Francisco Serrano y Arnulfo R. Gómez. El Caudillo no se tentó el corazón con Serrano cuya hermana estaba casada con un hermano suyo. Obregón volvió a ganar la elección pasando por alto el principio sagrado de la Revolución de 1910, la no reelección. Su carrera parecía ser imparable, incluso sobrevivió atentados, hasta que el 17 de julio de 1928 llegó su primera y única derrota, en su carácter de presidente electo fue asesinado en un banquete en San Ángel por José de León Toral, un fanático católico. Calles se hizo entonces del poder de Obregón instaurando el Maximato, desde donde detentó el poder hasta 1934, cuando Lázaro Cárdenas lo envió al exilio. los sonorenses perdieron su hegemonía, pero la memoria de Obregón se mantuvo en el discurso oficial como la del vencedor indiscutible de la revolución.