Magno Garcimarrero
No sé si sólo a mí me pasa, o es un síndrome común en la senectud, pero ocurre que comienzo a tenerle menos miedo a la muerte que a la vida. Al despertar por las mañanas, antes de abrir los ojos, me digo: “¡Chin! Ya desperté otra vez”; luego repaso mentalmente mi cuerpo y me pregunto: ¿qué me duele hoy? Porque sépase que después de los setenta años, se estrenan diariamente más achaques que prendas de vestir: si no le duele a uno la espalda por dormir chueco, arde la garganta por respirar con la boca abierta, o moquea la nariz si no está tapada, o se agudiza la carraspera y las flemas, o amanece uno con un codazo pintado en el costillar porque la señora no soportó el último ronquido, o le duele a uno el dedo gordo por el tropezón con la pata de la cama, dado en una de tantas vueltas al WC, para echar tres gotitas que dan la sensación de haberse bebido un barril de cerveza que se ha encariñado con la vejiga y no quiere salir de un tirón.
Por excepción suele haber un día al mes… ¿o será al año? En que despierto sin ninguna dolencia, entonces si me preocupo y me digo: ¡Algo anda mal, porque no me duele nada! Tendré que ir al geriatra para que me explique por qué no me duele nada hoy. Pero nunca me animo a concurrir con el médico. Tengo un mal concepto de todos los médicos, pienso que son un mal necesario… o peor: un mal innecesario. Lo más que hago como maniobra de alivio es tomar el teléfono y llamarle a mi hermano gemelo que está más jodido que yo, y preguntarle si tiene alguna nueva receta médica de la que me pase copia; así nos curamos al dos por uno, como en botica de similares… huelga aclarar que en este caso los similares somos mi cuate y yo.
Pero, comencé diciendo que ahora temo más a la vida que a la muerte; es cierto: me he puesto muy conscientemente “fecha de caducidad”. He decidido tolerar los achaques de la senectud hasta antes de ingresar a las penurias de la decrepitud, esas no estoy dispuesto a tolerarlas. Ignoro, sin embargo, en qué momento acaba una etapa y comienza la otra, supongo que se da uno cuenta fácilmente porque es lo que comúnmente la gente entiende por “dar el viejazo”. Aunque eso es fácil observarlo en los otros, pero no en uno mismo. Yo pediría a mis amigos que sin mayores miramientos me avisen cuando dé yo el viejazo, porque a lo mejor ni me doy cuenta. Pasarlo desapercibido suele ocurrir con más frecuencia de lo que puede uno suponer; me ha tocado ver vejestorios tan tozudos y remolones que no se convencen de su decrepitud ni después de tres viejazos.
Tal vez hay avisos muy obvios que anuncian, como dicen en mi pueblo antes de que acabe el bailongo, “Ya vete enfriando que es hora de irse”. Lo que pasa es que nos enseñaron y nunca se nos ocurrió poner en saludable duda, la creencia de que morir no es un acto de voluntad de quien resuella, sino de otro ser ajeno e imponderable que decide sobre cómo, cuándo y dónde nos va a cargar la Catrina; eso nos mete en una terrible zozobra, en una duda de la fregada, en una espera paradójica sin esperanza. ¡Con lo aliviado que resulta pensar que uno puede decidir su propia muerte! Ya Plinio el viejo, dejó dicho: “De los bienes que la naturaleza concedió al hombre ninguno hay mejor que una muerte a tiempo, y lo óptimo es que cada cual pueda dársela a sí mismo”. Aunque él no tuvo oportunidad de ejercer su última voluntad; en el año 79 se acercó demasiado al Vesubio para estudiar los efectos de la erupción, y murió a los cincuenta y seis años envenenado por los vapores del volcán.
La vida, como la muerte deben ser felices, no doler, deben ser alegres, encuadrar en lo que Ramón Sampedro, aquel cuadripléjico que España y sus leyes retrógradas obligaron a vivir a medias, concluyó: “La vida es un derecho, no una obligación”. Si toda la vida es “un proceso de demolición” según Scott FitzGerald; “bien puede detenerse a tiempo”.
M.G.