Magno Garcimarrero
Por un día llegué a ser presidente, estuvo así: me llegó una carta del Sr. Secretario del Trabajo, ordenándome que me trasladara a Orizaba, Veracruz, en representación del Primer Mandatario de la Nación, para asistir a los actos obreros que año con año se celebran en “La Pluviosilla”; lo anterior me hizo pensar varias cosas, primero, que de veras era yo la gran fregadera; segundo, que había sido escogido tras un concienzudo análisis de entre chorro mil funcionarios, y tercero: (que seguramente era lo cierto), que no se habían encontrado otro más pendejo a quien echarle a perder su puente vacacional; en fin, dándome la importancia que más pude, tomé mi mini auto como el del presidente José Mujica y cogí camino por Totutla a la parada cívica de Orizaba, la proverbial ciudad industrial veracruzana, cuna del movimiento obrero nacional desde 1906.
Como era de esperarse, tenía yo la suite presidencial reservada en el mejor mesón de la localidad: Hotel Aries; las centrales obreras se habían peleado por pagar la cuenta y al final tuve que decidir salomónicamente que se la repartieran entre todas. Desde que me descubrieron en el hotel, fueron llamadas telefónicas, acarreos, zalamerías… casi me querían cargar. En la velada literario-musical de la noche, después de los artistas que actuaban en el foro, yo era el espectáculo más importante, cuando entré al teatro se sorrajaron La Diana los componentes de la banda de música; en seguida dijeron mi nombre completo con títulos y apellidos pegadito al del Presidente de la República y antes que todos los demás; durante el acto, si yo saludaba, todos saludaban; si me paraba se paraban, si me sentaban, se sentaban; si estornudaba, en coro me decían salud, y me ofrecían cuando menos una media docena de pañuelos blanquísimos para que me sonara mis presidenciales mocos.
El espectáculo estuvo a cargo de niños de las escuelas primarias vestidos de inditos aztecas, con plumas, taparrabos, guaraches, arcos y flechas; en escena había tal vez ochenta chiquillos que se hacían maleta y taloneaban desaforados tratando de llevar el ritmo de unos invisibles tambores surgidos de un aparato de sonido a todo volumen, y durante quince eternos minutos. Pero como a mí (el presidente encarnado y representado) se me ocurrió la cortesía de elogiar el numerito, ¡Sopas! Que ordenan que lo repitieran, y tuve que soplármelo de nuevo. Para cuando terminó el acto y me llevaron casi cargando a la hostería, ya me sentía de veras presidente.
Al día siguiente me di cuenta, al salir del recibidor del hotel hacia el estacionamiento, que mi modesto mini- auto color amarillo, estaba estacionado en medio de grandes carruajes negros, con antenita en el techo, con cristales polarizados y con sendos choferes somnolientos en espera de sus patrones que seguramente eran los diputados, los presidentes municipales de los ayuntamientos vecinos y los líderes de las centrales obreras que proliferan en la zona. Mi cochecito mujicano se veía muy triste a pesar de su color alegre, en medio de todos; pero no le di importancia y me fui caminando con todo y comitiva al entarimado instalado exprofeso para albergar a quienes presidiríamos el desfile.
La trayectoria hotel-tarima, la hicimos en medio de saludos y vítores. Ya encaramados en el templete, el locutor presentó: primero a mí y luego a todos los demás componentes del presídium y comenzó el desfile, que duró tres asoleadas horas, a lo largo de las cuales repitieron nuestros nombres por el micrófono como doscientas veces y, seguía lo mismo: si me paraba se paraban, si yo aplaudía, todos aplaudían, si volteaba para arriba, todo mundo buscaba que carambas estaba yo viendo en el cielo. En un momento en que pasó un abanderado, yo hice el saludo civil sobre el pecho y el personaje uniformado que estaba junto a mí lo hizo a la usanza militar sobre la frente; al momento rectifiqué y me llevé la mano a la frente, pero el mílite explicándome con el ejemplo, bajó la mano al pecho indicándome que yo estaba bien y el también, así que volví a bajar la mano y el a subirla; pero esta abanicada volvió a repetirse produciendo una escena cómica que hizo sonreír reprimidamente a muchos de los asistentes.
Los últimos en desfilar, acaso porque siguen siendo los últimos en todo, fueron los indios de la sierra de Zongolica, con su visible pobreza; los hombres de huarache con correas, su ropa de manta blanquísima y el encubierto de lana negra, las mujeres descalzas con rebozo y niños a la espalda, todas sonrisas, algunos me saludaban alzando la mano como si nos conociéramos de siempre y su actitud infantil me conmovió profundamente. Como para entonces me sentía presidente, tuve pensamientos de redención hacia ellos.
Pero ahí se acabó la parada Cívica, los hombres importantes me acompañaron a mi hotel y yo rezumando la modestia de mi mini auto tipo josemujica, en medio de los carruajes negros de los grandes políticos, me despedí de ellos en el lobby, le pedí al botones que subiera mis cosas a mi coche al tiempo que le daba las llaves; el maletero regresó a devolvérmelas en tres minutos y yo me negué a que me acompañara la comitiva hasta abordar el carro, pues me daba penilla que vieran que no traía chofer, ni carrazo, ni antenas, simplemente un mini auto, conducido por mí, con la antena rota y lo peor: de color amarillo huevo.
Cuando asomé la trompa del coche por el portón del estacionamiento, vi en el pórtico del hotel a todos los funcionarios y personajes mirando hacia donde yo salía, como asombrados; yo me resigné al ridículo, aceleré sobre la acera y doblé sobre la calle, supuse que me seguirían con la vista, con un movimiento de cabeza, pero nada, ellos siguieron esperando con sus caras vueltas hacia el portón del estacionamiento, que saliera un auto negro, con chofer y antena; yo saludé despidiéndome, nadie contestó el saludo, todos seguían esperando la salida triunfal del primer mandatario representado (¿estarán aún ahí?). En la esquina siguiente un taxista me la refrescó con el claxon y me volvió a la realidad, a partir de entonces era yo el de siempre, sin zalamerías, un simple ciudadano con cara de risa. De todo esto, sin embargo, lo que recuerdo más cordialmente, son las caras de niño de los hombres serranos de Zongolica que no necesitan de representaciones para ocupar, como en todo, el último lugar de las paradas cívicas.
Cuando fui a ver al secretario del Gobierno del Estado para darle cuenta de la comisión, contándole esta historia, me recriminó amablemente: “¡Ah Dio! Hubieras pedido el helicóptero, en un rato hubieras ido y venido.” Se me quedó latiendo un pensamiento: “Pa’ pendejo no se estudia y se sale licenciado” … corrijo: presidente.
M.G.