Joel Hernández Santiago
No cabe duda que la vida nos sorprende paso a paso. Nos da emociones que nos dicen que estamos vivos y que la vida, ella misma, es buena a pesar de todos los pesares. Y que está dispuesta a regalarnos inolvidables momentos; excepcionales momentos en los que la convivencia humana produce regocijo, recuerdos, nostalgias, cariños, entusiasmos y amores.
Hace muchos años, en 1976, conocí a uno de los hombres más inteligentes, generosos, humanos y cargado de amor por una profesión en la que él sobresalió en México: el Periodismo. Es un hombre que todo lo sabe -o casi todo-. Y lo que sabe nos la entrega a quienes estén dispuesto a recibirlo. Ningún egoísmo. Mucha grandeza, sí.
Nos compartía su saber a un grupo de sus alumnos universitarios que abrevábamos extasiados de sus experiencias periodísticas y de sus experiencias como ser humano en una vorágine profesional que lo envolvía y que más tarade nos envolvió a todos nosotros y que nunca termina.
Por entonces los muchachos locos del 76 aquel, desgarbados, sin dinero en la bolsa más allá del indispensable para los pasajes y unas buenas quesadillas en “El tercer mundo la club”. Pantalón de mezclilla, playeras con la imagen de nuestro ídolo-ideológico, “El Che” y con libros bajo el brazo. Todos queríamos ser como él.
Era y es mi maestro Carlos Ferreyra Carrasco, un enorme reportero-periodista-escritor que hizo periodismo de primera, con ética, calidad informativa y enorme creatividad. De hecho muy recientemente ha publicado lienzos periodísticos-históricos que son ejemplo de excelente escritura, de creación literaria, del amor por el mundo, por su tiempo, por sus colegas, por su familia querida y por todo lo que es vida y mundo. El conoce todo ese mundo. Lo interpreta y lo explica, paso a paso.
Y fue él quien condujo a generaciones de estudiantes de Ciencias Políticas en la UNAM hacia sus propios terrenos: el periodismo, porque así lo queríamos también nosotros.
Yo me hice amigo de él. Y no fue difícil. Porque es así de generoso. Siempre lo ha sido con todos. Y me llevó por primera vez a enfrentarme a una redacción para saber “lo que es cajeta de Celaya” en esto del periodismo. Fue a la “Revista de América”. Y de ahí en adelante toda una vida de convivencia afectiva, profesional, de aprendizaje por mi parte y enseñanza por la suya. En distintos medios. En distintas oficinas. En distintos ámbitos. Pero siempre cerca, como águilas en vuelo.
El año que viene se cumplen cincuenta años de aquel junio en el que don Carlos llegó a las aulas de la UNAM para enfrentar a los fieros estudiantes que éramos. Por entonces todos y cada uno “habríamos de cambiar al periodismo y al mundo mismo, de sus injusticias”.
Y como su amigo tuve la oportunidad de visitar su casa en Coyoacán, CdMx, y de conocer a su esposa, doña Magdalena Hernández, tan dulce y cariñosa ella. Y a sus hijos Malena, Carlos y Anita, la más pequeña y risueña siempre. Eran unos niños adorables, con una educación férrea y con enorme cariño de los dos, de su padre y su madre. Lo sé. Lo vi.
Pues aquí la sorpresa de la vida. Por muchos años perdimos contacto. Yo por mis afanes de pata de perro que no se está quieto y él en su ámbito siempre creativo y engrandecido porque su cabeza, su mente, están cargadas de ideas y de creación. Debo agregar que don Carlos tiene amigos a granel que lo quieren-lo queremos, porque ha sido el patriarca y eje central de nuestra profesión y cariño.
Pues de pronto recibo una llamada después de muchos años. Es Anita Ferreyra, aquella pequeñina a la que conocí cuando tenía seis años. Hoy mujer hecha y derecha, madre de familia, profesionista, creativa y emprendedora. Y me dice -para mi sorpresa- que está en Oaxaca, mi tierra, mi sol, mi vida.
Y me dice que junto con su esposo, José Antonio Ortega, encabezan y dirigen un restaurante al que me invitan para conocer y encontrarnos y darnos un gran abrazo. Es un restaurante hermosísimo, que está en el Jardín El Pañuelito, junto a la iglesia de Santo Domingo, de la capital de Oaxaca.
Es un restaurante cuya terraza mira a la Iglesia de Santo Domingo, nuestro orgullo, que mira hacia la plaza y el atrio de la misma iglesia y hacia las casas ornadas y coloridas del lugar. El lugar es al mismo tiempo hermoso, vivo y apacible. Se llama “Sur a Norte” en Gurrión 100; se come bien, requetebién, comida internacional bien hecha sabrosa a mil. Y se toma con alegría. Y se disfruta y se siente uno en Oaxaca, con la luz que nos regala Oaxaca y el aire y ese cielo que turquesa que desde ahí se ve.
Pero sobre todo es un restaurante cargado de cariño. De amor por la cocina y amor por el prójimo. El amor empieza por la panza, se dice, pues ahí está el ejemplo.
Y nuestro encuentro, junto con mi primo-hermano Guillermo Martínez Santiago y su esposa, Patricia Velasco, en “Sur a Norte” fue cargado de sonrisas, carcajadas, recuerdos, de morriña, de saudade, de cariño.
Y no cabe duda, porque lo sentimos; no cabe duda que don Carlos Ferreyra Carrasco, mi maestro, estuvo con nosotros esa tarde inolvidable. Estuvo ahí y nos llenó de regocijo y de recuerdos, de los buenos, de los que nunca-nunca-nunca se olvidan aunque pasen mil-dos mil, millones de años.