Termópilas es un paso estrecho en las montañas, ubicado en Grecia. Sin embargo, el desfiladero más que por sus condiciones geográficas es recordado por haber sido escenario de la cruenta batalla en el año 480 a.C., en la cual mil griegos, entre los que se contaban 300 espartanos, contuvieron a una fuerza persa al frente del Sha Jerjes I. Al final, los helenos mandados por Leónidas, rey de Esparta, sucumbieron ante la avasalladora superioridad numérica de los persas, pero su sacrificio ha pasado a la historia como uno de los referentes más antiguos de valor y virtudes militares. Desde entonces, incontables hechos de armas, a lo largo y ancho del planeta, donde una fuerza numéricamente inferior resiste o supera a sus atacantes, es inevitablemente comparada con la acción de Leónidas en las Termópilas. Ríos de tinta no serían suficientes para narrar tantas Termópilas en la historia, pero existen referentes muy emblemáticos como el de las tropas españolas en Baler, Filipinas, a la Legión Extranjera, en Camarón, Veracruz o el de los soldados británicos en Rorke´s Drift.
La historia militar mexicana, no es la excepción. Las expresiones de valor de soldados, marinos y aviadores mexicanos han sido constantes, incluso en fechas recientes fracciones de tropas del ejército, dando muestras de magnífico adiestramiento y coraje han reducido a contingentes del crimen organizado integrados con un mayor número de efectivos. Las fuerzas armadas en todos los confines, se nutren de su memoria histórica, no solo como prenda de identidad y orgullo, sino como el ejemplo que deben seguir los soldados de hoy. De cualquier modo, siempre existe el riesgo de que las epopeyas, que no son apología al militarismo, sino elogio de un orgullo nacional, queden en el olvido.
Aquí es donde surge el recuerdo de una Termópilas mexicana protagonizada por una escolta de artilleros en 1927. Previamente hay que tomar en consideración el contexto alrededor de aquel hecho heroico. México se encontraba inmerso en la Guerra Cristera (1926-1929). La Cristiada, representó una herida profunda en la sociedad mexicana que se enfrentó por motivos religiosos. Alrededor de 250,000 mexicanos murieron y un número similar fue desplazado. Más allá de cualquier cuestión de fe o ideológica, y como suele suceder en las guerras, hubo lamentables excesos cometidos por ambos bandos.
Resulta que la noche del 19 de abril de 1927, partió de Guadalajara, zona de conflicto, un tren con cientos de pasajeros rumbo a la Ciudad de México. A bordo iban familias y gente de todos los estratos sociales, que viajaban por los más diversos motivos a la capital de la República. Al convoy le daba seguridad una escolta del 48 Regimiento de Artillería, compuesta por dos oficiales y cuarenta y ocho de tropa bajo el mando del joven capitán de artillería Heriberto Zenil del Río. Los artilleros solo contaban con sus armas individuales y unas pocas ametralladoras ligeras. El ferrocarril avanzaba rápido y sin novedad, apenas había transcurrido una hora del trayecto, los pasajeros charlaban animadamente, otros dormían esperando despertar al llegar a la Ciudad de México. Los soldados de la escolta estaban acomodados en un furgón intercalado entre los vagones de pasajeros, unos fumaban un cigarrillo, otros miraban el horizonte tranquilo y cubierto de estrellas.
Al pasar por la estación de Ocotlán, sitio donde tres años antes se dio la batalla decisiva que derrotó a la Rebelión Delahuertista, una potente carga de dinamita destrozó la locomotora y descarriló el tren. La explosión dejó no pocos heridos y muertos, en ese instante una columna de alrededor de mil cristeros cayó con furia sobre los vagones. El capitán Zenil auxiliado por su segundo comandante, el subteniente de artillería Hermenegildo Sosa, organizaron en medio del caos una línea de defensa, repelieron el fuego enemigo, pero su esfuerzo fue infructuoso, era imposible cubrir todos los flancos, y al igual que los espartanos, los artilleros cayeron uno a uno bajo las balas de los atacantes, los oficiales destacaron por su valor y entereza en el combate. Una vez abatida la escolta, los cristeros saquearon el convoy y le prendieron fuego, a los civiles los despojaron de sus bienes y los dejaron a su suerte en medio de la noche.
Este episodio, uno de tantos en medio del caos y la violencia de las guerras civiles, no entraña ni gloria ni justificación alguna para los asaltantes, en cambio si deja para el honor del Ejército Mexicano, constancia de la actuación de la valiente escolta del 48 Regimiento de Artillería y su comandante, quienes prefirieron morir cumpliendo con su deber, antes que rendirse y entregarse a un millar de enemigos.